Durante años he dicho que si he sido feliz en algún momento de mi vida fue durante los tres primeros años de la carrera. Fui feliz porque hacía exclusivamente lo que quería hacer en ese momento, y era bueno (soy muy bueno), y por mérito propio me gané el respeto de mis maestros y compañeros.
Pero la felicidad tiene variaciones naturales que a la razón le parecen innaturales. La felicidad tiene fecha de caducidad, y no conserva el mismo rostro por largos periodos. ¿Por qué atribuiremos a la felicidad una correlación con otras personas, con objetos, con situaciones? ¿Depende de un tercero o goza de alguna suerte de autonomía? ¿Somos felices por nosotros mismos o en función de algo o alguien?
Soy feliz porque estás aquí, conmigo. Soy feliz porque compartimos el tiempo y hacemos cosas juntos y nos disponemos a participar en las experiencias del otro. Soy feliz porque estás aquí, porque yo también estoy ahí. Y en esta condición soy capaz, tengo la pulsión de ser algo distinto, algo mejor. Cambiar a favor de nosotros, no solamente de ti o de mí. Entonces puedo proponerme proyectos enormes que requieren una infinidad de mí, porque su alcance me rebasa.
Pero tal es peligroso, porque existe una única fuente de felicidad. ¿Y si se desploma, si un día deja de serlo?
Entonces requiero de una determinación igualmente grande para atajar mi voluntad a pie juntillas, tener la valentía para aceptar eso que quiero y los sacrificios que implica obtenerlo o conservarlo, lo que arriesgo por el simple hecho de merecerlo. Y puedo, claro, negarlo, alejarme antes de que cobre sustancia. No hay riesgo.
Felicidad como granos de pimienta pura, pimienta enterrada, pimienta que no germina, aunque se riega con intención. Felicidad en sombras de árboles. Felicidad que se escabulle apenas se le atisba. Felicidad de la que debo ser responsable, como de mi tristeza, que permito porque asumí ese riesgo.
Queda el recuerdo de la felicidad, su aroma impregnado en la casa.
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