jueves, 16 de junio de 2011

Pero de veras tómalas

Vagaba por obligación en la página del ICATI y me encontré con esta chulada. Hay algo igualmente encantador y perturbador cuando se encuentran contradicciones como ésta.

miércoles, 8 de junio de 2011

Undoubtedly

¿Qué quiere decir "pensar en alguien"? Quiere decir: olvidarlo (sin olvido no hay vida posible) y despertar a menudo de ese olvido. Muchas cosas, por asociación, te recuerdan en mi discurso. "Pensar en ti" no quiere decir otra cosa que esa metonimia. Puesto que, en sí, ese pensamiento está vacío: no te pienso; simplemente, te hago aparecer (en la misma medida en que te olvido).
–Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

Hace mucho no platicamos. Al menos no así, in extenso, con mucho que decir. Pero he perdido la cuenta de las cosas que han sucedido, también de las que valdría la pena alguna mención; probablemente olvide algo: sobrevivirá sólo lo que en verdad sea significativo.
Terminé a finales del año pasado (sí, ya mucho tiempo ha) dos libros que en verdad me gustaron; no pude moverme los días siguientes, tal era el cansancio, pero esos dos tienen un brillo especial en mi currículo. Y los menciono a la primera excusa, para hacer alarde de ellos (de mí), para sentir que el esfuerzo y el tiempo que le he dedicado a la edición tienen un peso específico y palpable.
Después siguió un periodo extraño como pocos: sigo sin entender por qué, pero me pidieron que revisara el plan de estudios de una licenciatura en gestión cultural, y que escribiera el programa de ocho materias. Yo, que no he terminado la carrera, que sé eminentemente de literatura y esencialmente nada de gestión cultural o periodismo o comunicación, que no tengo elementos para decir con solvencia si un plan de estudios es adecuado o no. Vamos, es una responsabilidad seria: de una u otra manera, el futuro de un puñado de personas estaba en mis manos. Pero lo hice, con toda la dignidad que pude y la ayuda de muchos amigos que tenían más en claro qué debía hacer.
En el lapso fui a Hermosillo, a ver a Cindy, a madre, a los niños. Especialmente iba a ver a Yarehd, para qué decirlo de otra manera. Cindy me contaba cada semana cómo iban los preparativos de la fiesta, el vestido, los amigos, cómo controlar a la tropa de adolescentes… El día de la fiesta fui a la playa: la última vez que pisé arena fue contigo, hace seis años; estaba pasmado, el mar frío y tranquilo frente a mí, el cielo nublado, el día apenas tibio a mediados de enero en el desierto. Apenas escuchaba lo que me decían. Recordaba las tardes en casa de Lorraine, la morena amarilla que vivía bajo la piedra frente al barandal, la arena gruesa, las cervezas y las discusiones hasta tarde. Y mientras todo eso se revolvía, me hablaban y me preguntaban qué me parecía el paisaje, por qué no decía nada.
Ya en la fiesta, me sentía alejado de todo: los poquísimos adultos estaban ocupados en cuidar que los adolescentes no metieran de contrabando una botella de ron, o se dedicaban a tomar una cerveza que escondían celosamente. Nadie con quien conversar. En toda honestidad, pasé un mal rato: su gusto musical es, por lo menos, irritante. Pero qué importaba si Yarehd se veía hermosa, si la niña de quince años se estaba robando la fiesta entera, si disfrutaba cada canción y bailaba como si nada más importara.
También en ese lapso decidí (me vi obligado) a compartir la casa. Por fortuna la primera chica que llegó es extraordinaria persona, con una historia de vida que abrumaría a casi toda la gente que conozco. Madura, sensata, razonable. Sé de cierto que si no me hubiera relacionado tan limpia y apaciblemente con ella, mi humor sería todavía más violento. Los dos padecíamos una soledad terrible, y ahora, a la distancia, nos hacemos compañía con conversaciones en las que constantemente nos damos ánimos.
Ahora comparto la casa con una sommelier. Me sorprende la claridad de sus ideas y sus decisiones, su madurez, su cordialidad. Le pedí una botella de aquel licor de whiskey que nos tomamos hace unos años; no hay en la tienda en que trabaja, pero me dice que de buena gana me traería una en julio, cuando regrese de Londres. Quería tomarme un vaso hoy, contigo; tendrá que esperar.
El trabajo volvió. Hacía casi un año que no estaba formalmente empleado, y de pronto cayó una oferta, justo cuando empezaba a desesperarme. De nuevo camisa y pantalón de vestir, pero traducir, el solo acto, compensaba ésa y otras incomodidades, como la soberbia idiota de los muchos mercadólogos que me exigían un inglés prístino muy a pesar de su español lamentable. Y traducir, trabajar el lenguaje de otra manera, trabajar el lenguaje mismo.
Después se me anunció otra vuelta a la forma: "Ven, te invito a un proyecto editorial en el que vas a aprender mucho." Admito que lo dudé, pero el sentido común dice que la única manera de devorar mi pasión es no soltarla. Así que de nuevo estoy haciendo libros; unos que me parecen terribles, que no disfruto, que me dan vergüenza (al menos uno), que me hastían. Quiero pensar que una manera de crecer como editor es trabajando libros que no me gustan, conocer sus particularidades; fuera de eso, me cuesta encontrar ese aprendizaje que me prometieron.
Por regla general, consulté contigo muchas de mis decisiones: quizá no siempre me diste el mejor consejo, pero siempre vertiste alguna luz sobre esas dudas, sobre el mejor resultado posible. Y en esto hubiera querido a mi mentor conmigo: me preguntaba (pregunto) cuál sería tu opinión, qué me dirías, cuál sería tu sugerencia a partir de tu experiencia, qué anécdota me contarías.
No sabes de ella –al menos no por mí–, pero una mujer llegó. No recuerdo que alguien me haya querido así: desde el principio me ha procurado, me ha cumplido caprichos varios, me ha tolerado en mis momentos exasperantes, y sigue ahí. Es hermosa en muchos sentidos, es puntillosamente detallista y atenta, es sumamente inteligente (aunque a veces se rehúsa a creerlo). No conoce el alcance de su influencia en mi persona: puedo relacionarme un poco más con una mujer, procurar su felicidad y ver en eso algo de la mía, entiendo que el veneno de mi voluntad y de mi ira han alejado a mucha gente, hay una brizna de calma.
Me avergüenza no quererla, o no en la misma medida que ella, a pesar de que lo he intentado tantas veces. Recordó tu cumpleaños, sin que yo dijera nada en las semanas pasadas. “Me tomo la licencia (disculpa por eso) de felicitar a quien cimentó a ese hombre que eres ahora.” No podrías decirme que no es una mujer magnífica.
Ya ves (lo sabes, siempre) que mi vida es parca, que se parece en mucho a la tuya. Hay tanto en lo que te reconozco. Las metonimias se enciman, desde el espejo hasta la ira y la voz ronca, en las manías y los gustos. Es ausencia imposible, si el referente pervive en tantos espacios que se llenan sin siquiera evocar, que se llenan de manera incompleta.
En el corazón de todo eso es difícil no pensarte. Sé que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás (Barthes de nuevo), pero ésta es la necesidad de conversar contigo.


[Ustedes disculparán, pero esta conversación es exclusivamente de dos.]