Salgo de tomar café con un amigo de la preparatoria (uno de los poquísimos a los que aprecio) y darle una opinión sobre la serie de dibujos que está trabajando. Me es extraño, he de admitir, que se me consulte al respecto, si soy crítico literario/editor y no crítico de arte/curador; pero uno va con la mejor intención y voluntad, porque son amigos y alguna vez me involucré con el arte contemporáneo y la publicación de obra artística.
Salgo de tomar café, pues, y tomo el Metrobús. Justo en la caseta de pago se acerca un hombre pulcramente peinado, de saco, sin corbata, el cuello de la camisa arrugado; con este tan pobre olfato alcanzo a oler ron por debajo de una loción dulzona.
– ¿Te puedo pagar la entrada? Uso bien poco esta cosa y no tengo tarjeta.
Pasamos. Me dice que pensó tomar un taxi, pero prefirió el Metrobús por desconfianza, no lo fueran a asaltar; se dirige a la estación de trenes de Buena Vista para tomar el tren suburbano con destino a Izcalli (en la madre…). Me explica que estuvo esperando a alguien que iba a pasar por él, pero ese alguien sigue atrapado en una junta; son ya las once de la noche, y una junta a esa hora me parece sencillamente un crimen, aunque una parte de mis juntas también sea a esas horas.
– ¿Saliendo de la universidad?
– No. Pasé con un amigo para ayudarle con un proyecto –y veladamente insinúo que soy editor y una rama de mi empresa es la consultoría.
– Ya. Pero no importa lo que hagas: la profesión te escoge.
Titubeo, porque no creo en el destino como imposición, pero le dejo hablar.
– Me da coraje el caso de mucha gente. Te voy a regalar las palabras [!!!]: estoy trabajando con un muchacho que me está quedando mal con los tiempos. Pasé a verlo a su oficina y me di cuenta de que le pesó que llegara; me dio excusas y que le pongo su regañada: 'tú eres mejor que el negocio –le digo–, pero si el negocio es más grande que tú, entonces te jodistes [sic]'.
Después habla sobre otros motivos para ese enojo, y los dos coincidimos en que es mucha la gente que está esperando a que el mundo se dé, que les entreguen las cosas resueltas. Otra vez: construcción de destino, decisión, voluntad, esfuerzo y disciplina.
Infiero, por su conversación, que es contador, o quizá abogado. Me explica grosso modo una negociación que cerró: trato de cantina que le redituó por el sencillo hecho de sentar en la misma mesa a dos juegos de amigos. Y después el ejercicio de evasión fiscal que la ley misma permite.
– ¿Cómo te llamas?
– Oliver.
– Ah, Oliver. Como mi hijo. Mi hijo se llama Oliver –y recibe una llamada de la persona que lo va a llevar a Izcalli. Se ponen de acuerdo. Para ese momento ya me había pasado cinco estaciones de la mía, además de que tenía que cambiar de línea. Pero desde el inicio se me antoja que este sujeto –cuyo nombre nunca supe, evidentemente con varios tragos encima, mas guardando compostura y hablando lúcida aunque desordenadamente– puede ser un cliente en otro momento, o algún beneficio puede reportar. Y escucho pacientemente, marcando la Glorieta de Insurgentes como límite para regresar a mi estación (uno nunca sabe lo que puede suceder en esa glorieta).
Me despido con deferencia, me acerco al andén que me corresponde ahora y pienso que, de no haber tomado esa llamada, quizá habría tenido excusa para entregar una tarjeta de presentación.
En la hoja donde tengo las anotaciones de los detalles que falta redondear de la empresa (no pocos, a todas luces, y de esfuerzo mayor algunos) y que cargo en la solapa de la tercera de forros, hago dos notas más: "Eres más grande que el trabajo. Abraza ideas."
Salgo de tomar café, pues, y tomo el Metrobús. Justo en la caseta de pago se acerca un hombre pulcramente peinado, de saco, sin corbata, el cuello de la camisa arrugado; con este tan pobre olfato alcanzo a oler ron por debajo de una loción dulzona.
– ¿Te puedo pagar la entrada? Uso bien poco esta cosa y no tengo tarjeta.
Pasamos. Me dice que pensó tomar un taxi, pero prefirió el Metrobús por desconfianza, no lo fueran a asaltar; se dirige a la estación de trenes de Buena Vista para tomar el tren suburbano con destino a Izcalli (en la madre…). Me explica que estuvo esperando a alguien que iba a pasar por él, pero ese alguien sigue atrapado en una junta; son ya las once de la noche, y una junta a esa hora me parece sencillamente un crimen, aunque una parte de mis juntas también sea a esas horas.
– ¿Saliendo de la universidad?
– No. Pasé con un amigo para ayudarle con un proyecto –y veladamente insinúo que soy editor y una rama de mi empresa es la consultoría.
– Ya. Pero no importa lo que hagas: la profesión te escoge.
Titubeo, porque no creo en el destino como imposición, pero le dejo hablar.
– Me da coraje el caso de mucha gente. Te voy a regalar las palabras [!!!]: estoy trabajando con un muchacho que me está quedando mal con los tiempos. Pasé a verlo a su oficina y me di cuenta de que le pesó que llegara; me dio excusas y que le pongo su regañada: 'tú eres mejor que el negocio –le digo–, pero si el negocio es más grande que tú, entonces te jodistes [sic]'.
Después habla sobre otros motivos para ese enojo, y los dos coincidimos en que es mucha la gente que está esperando a que el mundo se dé, que les entreguen las cosas resueltas. Otra vez: construcción de destino, decisión, voluntad, esfuerzo y disciplina.
Infiero, por su conversación, que es contador, o quizá abogado. Me explica grosso modo una negociación que cerró: trato de cantina que le redituó por el sencillo hecho de sentar en la misma mesa a dos juegos de amigos. Y después el ejercicio de evasión fiscal que la ley misma permite.
– ¿Cómo te llamas?
– Oliver.
– Ah, Oliver. Como mi hijo. Mi hijo se llama Oliver –y recibe una llamada de la persona que lo va a llevar a Izcalli. Se ponen de acuerdo. Para ese momento ya me había pasado cinco estaciones de la mía, además de que tenía que cambiar de línea. Pero desde el inicio se me antoja que este sujeto –cuyo nombre nunca supe, evidentemente con varios tragos encima, mas guardando compostura y hablando lúcida aunque desordenadamente– puede ser un cliente en otro momento, o algún beneficio puede reportar. Y escucho pacientemente, marcando la Glorieta de Insurgentes como límite para regresar a mi estación (uno nunca sabe lo que puede suceder en esa glorieta).
Me despido con deferencia, me acerco al andén que me corresponde ahora y pienso que, de no haber tomado esa llamada, quizá habría tenido excusa para entregar una tarjeta de presentación.
En la hoja donde tengo las anotaciones de los detalles que falta redondear de la empresa (no pocos, a todas luces, y de esfuerzo mayor algunos) y que cargo en la solapa de la tercera de forros, hago dos notas más: "Eres más grande que el trabajo. Abraza ideas."
4 comentarios:
Una lástima lo de la trajeta; pero bueno, el trayecto, aunque más largo, se hizo más llevadero al conversar (y lo mejor: obtuviste un gran consejo).
Un abrazo ;)
Comprobación fáctica de que, en ocasiones, los borrachos son útiles.
Ajá: sólo en ocasiones.
Un abrazo ;0
Oh, tienen epifanías bien bonitas. Y hay que aprovecharlas.
Publicar un comentario