El despertador programado para sonar a las seis de la mañana. Reacciono realmente a las 8:30. La lista de trabajo pendiente crece casi exponencialmente cada semana: tengo la impresión de que no voy a terminar la entrega que tengo para hoy.
Hoy tengo dos juntas: una estrictamente personal y cuyas implicaciones son espantosas (por darle un adjetivo sobrio) y otra de trabajo. Escribo un correo pidiendo disculpas por el retraso, mañana será otro día, ya pronto termino (ajá...).
Voy a la primera junta. Menos de una hora, en algo a medio camino entre la plática de amigos y la asesoría especializada. Salgo con las ideas un poco más ordenadas (tenía en claro cómo es el procedimiento, pero el tema y su intrumental no son de mi dominio). Hago camino a casa, paso a comprar los ingredientes de la comida.
Estoy tentado a caer abatido, entre hambre, cansancio y hastío (nadie en la faz de la tierra tiene peor redacción que los artistos o menor capacidad de expresión). Claudica la idea de cocinar, preparo una torta. Y entonces me dejo rendir y me tiro a dormir.
Despierto, pero no tengo ganas de seguir trabajando ni prestar atención ni hacer esfuerzos. Después de un tazón de helado, cuatro llamadas telefónicas y una taza de té, me amarro a la silla y prosigo con los pendientes. Pero tengo la imperiosa necesidad de depurar la lista de contactos con tal de borrar por fin un nombre que duele: mierda, tenía junta de trabajo a las seis. Ni qué hacer: ya pasan de las diez.
Sigo revisando pendientes. El mensajero instantáneo:
– Oiga, entonces paso a dejarle las llaves mañana temprano.
Mierda: tenía que recoger las llaves de casa de los amigos para cuidar a la gata el fin de semana.
– Hoy definitivamente no estoy recordando nada. Tenía junta de trabajo y ahora esto.
Cuando uno se precia de extraordinaria memoria, esto es traición. Parece que no, pero estoy exasperado: ira acumulada y fluyendo erráticamente, cansancio, aturdimiento, maquinaciones a mediano plazo. Y por más que intento, no puedo poner orden. Aún los gatos vuelven a hacer travesuras, pero no me doy cuenta a tiempo para disciplinarlos.
Hoy tengo dos juntas: una estrictamente personal y cuyas implicaciones son espantosas (por darle un adjetivo sobrio) y otra de trabajo. Escribo un correo pidiendo disculpas por el retraso, mañana será otro día, ya pronto termino (ajá...).
Voy a la primera junta. Menos de una hora, en algo a medio camino entre la plática de amigos y la asesoría especializada. Salgo con las ideas un poco más ordenadas (tenía en claro cómo es el procedimiento, pero el tema y su intrumental no son de mi dominio). Hago camino a casa, paso a comprar los ingredientes de la comida.
Estoy tentado a caer abatido, entre hambre, cansancio y hastío (nadie en la faz de la tierra tiene peor redacción que los artistos o menor capacidad de expresión). Claudica la idea de cocinar, preparo una torta. Y entonces me dejo rendir y me tiro a dormir.
Despierto, pero no tengo ganas de seguir trabajando ni prestar atención ni hacer esfuerzos. Después de un tazón de helado, cuatro llamadas telefónicas y una taza de té, me amarro a la silla y prosigo con los pendientes. Pero tengo la imperiosa necesidad de depurar la lista de contactos con tal de borrar por fin un nombre que duele: mierda, tenía junta de trabajo a las seis. Ni qué hacer: ya pasan de las diez.
Sigo revisando pendientes. El mensajero instantáneo:
– Oiga, entonces paso a dejarle las llaves mañana temprano.
Mierda: tenía que recoger las llaves de casa de los amigos para cuidar a la gata el fin de semana.
– Hoy definitivamente no estoy recordando nada. Tenía junta de trabajo y ahora esto.
Cuando uno se precia de extraordinaria memoria, esto es traición. Parece que no, pero estoy exasperado: ira acumulada y fluyendo erráticamente, cansancio, aturdimiento, maquinaciones a mediano plazo. Y por más que intento, no puedo poner orden. Aún los gatos vuelven a hacer travesuras, pero no me doy cuenta a tiempo para disciplinarlos.
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