viernes, 11 de febrero de 2011

Una tormenta de hojas

Hoy día, hacer un libro significa dominar diversas herramientas digitales; decir 'tecnológicas' es de suyo una perogrullada si consideramos que la factura del libro como lo conocemos va de la mano de los desarrollos tecnológicos de la época. Al margen de eso, hacer un libro implica seguir un proceso que no ha variado mucho desde que Gutenberg fraguó una idea.
Hacer un libro, ante todo, implica conocimiento y técnica, orden, proceso, y por supuesto control de tiempos. Sí, podemos hacer un libro en quizá la vigésima parte de lo que tomaba hace cien años, gracias a las herramientas de transmisión de datos, almacenaje y portabilidad, lo que no quiere decir que podemos hacerlo en la vigésima parte de lo que toma hacer un libro.
Hacer un libro siempre ha sido una tarea especializada, meticulosa, que se aprende en el proceso, con la nariz metida en cada etapa. Ese conocimiento, sin embargo, es inútil sin materiales de los cuales partir: un libro se hace para alguien más, con lo que ese alguien quiere leer publicado, con lo que entrega, con lo que tiene. Y sucede casi de cotidiano que eso que entrega no cumple con las características razonables para producir su libro, así que se buscan salidas: investigar datos aquí y allá, consultar reiteradamente, cotejar, revisar, dibujar de nuevo, y pedir y pedir y pedir al autor que entregue materiales de mejor calidad, a veces asistirlo para que así sea.
Ya no hacemos libros por capricho propio: hacemos libros siguiendo nuestros criterios para cumplir el capricho ajeno, para que luzcan y poder decir orgullosamente "aquí está mi firma, esto lo hice yo", no como autores, sino como los encargados de hacer que ese objeto sucediera. Eso nos hace, de cierta manera, mercenarios que trabajan para quien pueda costear, aunque muchas veces estemos a expensas de a ver qué ocurrencia.
¿Y qué tareas implica hacer un libro hoy día? Primero, todos deben estar de acuerdo: cuánto cuesta, en cuánto tiempo está listo, cómo se entrega, qué tareas específicas se tienen que hacer, bajo qué criterios se hacen esas tareas, qué quiere el autor y qué se puede hacer realmente. Después empieza el trabajo: dictamen (cuando se requiere), edición del texto, corrección de estilo, comentarios con los autores, diseño de maquetas, diagramación y vaciado en cajas, manipulación, retoque y trazado de imágenes, lectura de pruebas de impresión, más comentarios de los autores, más lecturas de pruebas, más revisiones. Y si sobrevivimos eso, entonces entramos a imprenta y alguien tendrá que ver asuntos de distribución.
El párrafo anterior, ha de decirse, involucra al autor aparentemente de manera tangencial. "Yo te entrego y tú resuelve: a mí no me molestes hasta que lo tengas listo"; mas no es así: el proceso editorial tiene un departamento de calidad (los correctores), pero el primer filtro es el autor. Un libro que se entrega en condiciones suficientes (no digamos siquiera óptimas o prístinas) fluye con ligereza y llega a buen puerto sin que nadie se desmaye en el camino. Un autor que se preocupa por su libro le procura atención y tiempo antes siquiera de entregarlo a un editor.
Hoy dejé de hacer un libro, debido a que el autor, en su completa incapacidad para seguir instrucciones y atenerse a un proceso, decide fincar en mí la responsabilidad que le compete a él. A todas luces, un instructivo completo y detalladito, con marcas de tiempo y especificaciones puntuales para todos los materiales, no es suficientemente ilustrativo como para que se siga atentamente. Y resulta que lo quiero en tres días o no entro a imprenta, pero te mando todo en el texto (no vaya a ser que te pierdas, y tampoco tiene mucho caso que te mande cuarenta archivos si en uno caben todos), y si quieres que te reciba para ver lo que no te mandé correctamente, nos vemos en un rato, pero me esperas una hora y media porque tengo una junta y se me olvidó decirte; y fíjate que los cambios que hiciste no me gustan porque suena mejor como lo escribí yo, aunque gramaticalmente sea incorrecto; aunque estaría bien que me entregaras tus archivos de trabajo y yo lo resuelvo (sirve que me quedo con tu trabajo y te quito de los créditos y todo sale a mi nombre); y es que no es posible que hasta ahora me digas que no te sirven las imágenes (no, no me importa que me lo dijeras desde el inicio). Ah, y de una vez te lo digo: voy a hacer todo lo posible porque no agarres una puta chamba: te voy a boletinar a ti y a tu empresa, cabrón.
Por supuesto, tengo la violenta tentación de encontrar recovecos y dinamitar la dependencia entera. Pero ahí hay gente que aprecio. Me limito a ser elegante, citar a un gran amigo (que también conoce con claridad cómo piensan) y encajar la aguja en el iceberg de su ego, en su asunción de que sólo ellos tienen acceso a la verdad de las consecuencias del cambio climático:

EL CONOCIMIENTO NO ADMITE REPRESENTANTES

2 comentarios:

Adriana del Moral dijo...

Volví del curso en Madrid y creo que las preocupaciones de tu texto son más o menos las mismas que abordamos una y otra vez con diferentes maestros, desde distintos ángulos. Porque al fin la edición es un oficio tan viejo casi como el lenguaje; que admite cambios con el paso del tiempo, pero no en lo escencial. A los editores, el futuro sólo nos obligará a saber más de más cosas, incluidas programación. O quizá el futuro nos convertirá meramente en un espécimen extinto: los últimos defensores de la corrección en un texto, de la legibilidad y el orden.

Julián Iriarte (bueno, ya: Oliver) dijo...

Es una intuición, pero no creo que el oficio de editor se extinga. Si lo esencial de un texto es el lenguaje y comunicar un significado, aunque sea árido y abstruso como los efectos del cambio climático en la economía, entonces habrá algo que hacer mientras exista algo que se pueda (y deba) comunicar.
Al margen de eso, lo cierto es que nos quedan dos opciones: ser mercenarios de la expresión escrita o tener en consideración que existe un lector y que ahí está nuestro compromiso.