Es marzo y el Festival está en apogeo: mucha música por descubrir y quizá alguna actividad en danza o teatro si muerden mi curiosidad. El año de conciertos, sin embargo, empezó antes.
Fiel (mecánico) devoto, para mí empezó con Junip: José González y otros cuatro sujetos haciendo algo que, forzadamente, tendría que describir como electrofolk sicodélico. Tenía un lindo color, pero todo el concierto fue del mismo color. Sin duda volvería a un concierto suyo, ligeramente más sobrio y menos cansado: justo esa tarde hubo comida con los amigos, y la pulsión de jugar con el carbón encendido y cocinar resulta más poderosa que cualquier razón y sentido común.
Saliendo del concierto, tuve la extraña impresión de que el resto del festival podría tener un sabor similar, de desencanto y cierta insatisfacción de mis expectativas; acepto que de alguna manera soy supersticioso. Quiero regresar a la casa y dormir la incomodísima semana (extraño dolorosamente a mi roomie del año pasado; desprecio a la que se acaba de ir) que he tenido.
En todo caso, se avecinaba un concierto que tenía que grabarse en el granito de la memoria de esta ciudad: los Residents confirmaron desde noviembre una fecha. Recuerdo que por poco escupo el café cuando leí el comunicado; después de todo, el Meet the Residents es una parodia al Meet the Beatles, y su cuerpo de obra se extiende por ya cuarenta años. No sólo eso: los Residents experimentaron con casi todo lo que hoy conocemos de multimedia, noise y música conceptual.
Y sin embargo, en mi vida he estado en concierto más aburrido. Sí, había quienes se desgarraban las ropas nada más de ver a esos tres sujetos anónimos en el escenario: una sala vieja en la que una televisión emitía estática bajo una lámpara de pantalla. Caben dos posibilidades: o yo no tengo acceso al críptico sentido del humor de los Residents, o sencillamente no es un espectáculo que pueda, por naturaleza, ser entretenido o espectacular.
Inevitablemente pensé en Roland Barthes y su distinción entre placer y goce: el primero es inmediato, eufórico, volátil, acotado en el tiempo; el segundo es absolutamente personal, requiere de absoluta atención y es más parecido al aburrimiento que al entretenimiento. Pero para qué parafrasearlo:
Me quedaban dos boletos en la mesa. El jueves se presentó Text of Light en la Cineteca Nacional: Lee Ranaldo (uno de esos cuatro que fundaron Sonic Youth, o sea cualquier pelado), Ulrich Krieger, Alan Licht y Tim Barnes musicalizaban en vivo dos películas cortas de Stan Brakhage. Con toda honestidad, Lee Ranaldo fue la razón para comprar el boleto, a sabiendas de que el concierto/proyección iba a ser una dolorosa masa de ruido. En algún momento deliré con lo que veía, y justo ahora vuelvo a tener una extraña sensación de desprendimiento. Esto sí fue goce, uno vibrante.
Y con el último boleto en la mano, el sábado llegamos puntuales al Palacio de Bellas Artes para escuchar a Herbie Hancock. No era mi plan, pues tenía intención de ver a los Melvins ese mismo día; sin embargo, un devoto imposible del jazz me vendió un concierto que, ahora sí, debía grabarse en granito. Para mi fortuna, en última de las instancias, apareció un comunicado que informaba la posposición de la presentación de los Melvins: estaban en Tokio, y no salieron sin rasguños. Será mi fortuna, pero que desagradable manera de ganar tiempo.
Entonces llegamos al Palacio art decó y tomamos lugares, al vértigo de lindos veinte metros de caída libre. Comienza el concierto, y no es lo que me prometieron.
Con absoluto respeto a quien tocara el piano junto a Miles Davis y John Coltrane, escuché un concierto de jazz de los ochenta, con pocos momentos relevantes y un montón de sonidos grises, opacados por la historia del genio detrás de esas composiciones. No fue sorprendente, o revelador. Es cierto que no soy devoto encarnizado de Hancock, pero no tuve la necesidad de regresar a casa y poner sus discos a la brevedad.
Me queda una pregunta honesta: ¿acaso no tengo disposición a relacionarme con estas experiencias, ya por falta de empatía, ya porque son muchas las cosas que me cruzan la cabeza? ¿O es que mi gusto ahora difiere y no me relaciono como antes? Asumo que lo segundo no es preciso y lo prueba Text of Light.
Mi conclusión es otra: no ha sido un buen año para el Festival. De buena fuente sé que hay una serie de problemas al interior, de muy diversa índole. Haciendo memoria, tuve un mal presentimiento ante dos cosas: la desaparición de Radar (aunque digan que sólo lo rebautizaron Aural, aunque sea evidente la ausencia de los ciclos de compositores, por mencionar sólo una falta mayor) y el muy reducido cartel de este año.
Queda un resabio de esperanza: el concierto de clausura, que ha sido emocionante desde que asisto al Festival. Sólo espero que se satisfaga la esperanza.
Fiel (mecánico) devoto, para mí empezó con Junip: José González y otros cuatro sujetos haciendo algo que, forzadamente, tendría que describir como electrofolk sicodélico. Tenía un lindo color, pero todo el concierto fue del mismo color. Sin duda volvería a un concierto suyo, ligeramente más sobrio y menos cansado: justo esa tarde hubo comida con los amigos, y la pulsión de jugar con el carbón encendido y cocinar resulta más poderosa que cualquier razón y sentido común.
Saliendo del concierto, tuve la extraña impresión de que el resto del festival podría tener un sabor similar, de desencanto y cierta insatisfacción de mis expectativas; acepto que de alguna manera soy supersticioso. Quiero regresar a la casa y dormir la incomodísima semana (extraño dolorosamente a mi roomie del año pasado; desprecio a la que se acaba de ir) que he tenido.
En todo caso, se avecinaba un concierto que tenía que grabarse en el granito de la memoria de esta ciudad: los Residents confirmaron desde noviembre una fecha. Recuerdo que por poco escupo el café cuando leí el comunicado; después de todo, el Meet the Residents es una parodia al Meet the Beatles, y su cuerpo de obra se extiende por ya cuarenta años. No sólo eso: los Residents experimentaron con casi todo lo que hoy conocemos de multimedia, noise y música conceptual.
Y sin embargo, en mi vida he estado en concierto más aburrido. Sí, había quienes se desgarraban las ropas nada más de ver a esos tres sujetos anónimos en el escenario: una sala vieja en la que una televisión emitía estática bajo una lámpara de pantalla. Caben dos posibilidades: o yo no tengo acceso al críptico sentido del humor de los Residents, o sencillamente no es un espectáculo que pueda, por naturaleza, ser entretenido o espectacular.
Inevitablemente pensé en Roland Barthes y su distinción entre placer y goce: el primero es inmediato, eufórico, volátil, acotado en el tiempo; el segundo es absolutamente personal, requiere de absoluta atención y es más parecido al aburrimiento que al entretenimiento. Pero para qué parafrasearlo:
Texto de placer: el que contenta, colma, da euforia; proviene de la cultura y está ligado a una práctica confortable de la lectura. Texto de goce: el que pone en estado de pérdida, desacomoda (tal vez incluso hasta una forma de aburrimiento), hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el lenguaje.Pero no lo encontré gozoso. Contrario a otras experiencias abrumadoras y sorprendentes que han sucedido en el Festival (como Le noir de l'etoile), que efectivamente verifican la distinción de Barthes, en esta ocasión me pareció que quien esgrimiera el argumento lo haría de modo más bien artificial.
El placer del texto. México: Siglo XXI, 1974.
Me quedaban dos boletos en la mesa. El jueves se presentó Text of Light en la Cineteca Nacional: Lee Ranaldo (uno de esos cuatro que fundaron Sonic Youth, o sea cualquier pelado), Ulrich Krieger, Alan Licht y Tim Barnes musicalizaban en vivo dos películas cortas de Stan Brakhage. Con toda honestidad, Lee Ranaldo fue la razón para comprar el boleto, a sabiendas de que el concierto/proyección iba a ser una dolorosa masa de ruido. En algún momento deliré con lo que veía, y justo ahora vuelvo a tener una extraña sensación de desprendimiento. Esto sí fue goce, uno vibrante.
Y con el último boleto en la mano, el sábado llegamos puntuales al Palacio de Bellas Artes para escuchar a Herbie Hancock. No era mi plan, pues tenía intención de ver a los Melvins ese mismo día; sin embargo, un devoto imposible del jazz me vendió un concierto que, ahora sí, debía grabarse en granito. Para mi fortuna, en última de las instancias, apareció un comunicado que informaba la posposición de la presentación de los Melvins: estaban en Tokio, y no salieron sin rasguños. Será mi fortuna, pero que desagradable manera de ganar tiempo.
Entonces llegamos al Palacio art decó y tomamos lugares, al vértigo de lindos veinte metros de caída libre. Comienza el concierto, y no es lo que me prometieron.
Con absoluto respeto a quien tocara el piano junto a Miles Davis y John Coltrane, escuché un concierto de jazz de los ochenta, con pocos momentos relevantes y un montón de sonidos grises, opacados por la historia del genio detrás de esas composiciones. No fue sorprendente, o revelador. Es cierto que no soy devoto encarnizado de Hancock, pero no tuve la necesidad de regresar a casa y poner sus discos a la brevedad.
Me queda una pregunta honesta: ¿acaso no tengo disposición a relacionarme con estas experiencias, ya por falta de empatía, ya porque son muchas las cosas que me cruzan la cabeza? ¿O es que mi gusto ahora difiere y no me relaciono como antes? Asumo que lo segundo no es preciso y lo prueba Text of Light.
Mi conclusión es otra: no ha sido un buen año para el Festival. De buena fuente sé que hay una serie de problemas al interior, de muy diversa índole. Haciendo memoria, tuve un mal presentimiento ante dos cosas: la desaparición de Radar (aunque digan que sólo lo rebautizaron Aural, aunque sea evidente la ausencia de los ciclos de compositores, por mencionar sólo una falta mayor) y el muy reducido cartel de este año.
Queda un resabio de esperanza: el concierto de clausura, que ha sido emocionante desde que asisto al Festival. Sólo espero que se satisfaga la esperanza.
2 comentarios:
Entonces, ¿qué pasó?, ¿hubo un rayito de esperanza al final del camino?
No, me pasé el domingo encerrado en una oficina, tratando de terminar un proyecto que nadie sabe si va a cuajar en algo que fructifique. Y si sí, hasta noviembre sabemos...
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