Hace dos días fue el aniversario luctuoso de Allen Ginsberg. Podrían encontrar anécdotas hermosas como el día en que los Beatles -poco después de que pusieran pie en Nueva York- se sintieron intimidados ante la presencia de Ginsberg, invitado personal de Bob Dylan; y entre anonadado y confuso, incómodo por el silencio que había en la sala, se sentó en las piernas de John. "Dime John, ¿te gusta la poesía?" Y raudo negó. "Ah, no mientas: tu favorito es Blake", se escucha entonces en la voz mordaz de Yoko.
Allen Ginsberg, en cierto sentido, es el paradigma del poeta contemporáneo que conjuga dos tradiciones. Por un lado, el poeta maldito que explora los bajos fondos y conoce por experiencia propia la mezquindad humana, que está dispuesto a consumir el mundo en todas sus formas, radical, contestatario y crítico; se declaró abiertamente homosexual temprano en su carrera -cosa locamente escandalosa en los cincuenta, en especial para un judío; en terrenos del arte, también constituía algo cercano al suicidio- y consumió todas las drogas que existían en su tiempo. Por otro lado, era practicante poco ortodoxo del budismo zen, sobrio, moderado, de conocimiento enciclopédico. Ginsberg podía ser a la vez el Beaudelaire de cabello teñido de verde y el Kenneth Rexroth que traduce poetas místicas japonesas.
Y así como la poesía de Ginsberg es sumamente personal, me siento movido a recordar el impacto que tuvo en mí, esa clase de literatura norteamericana en que escuché una grabación del "Howl" en su voz y sentí cómo me golpeaba la espalda, el ritmo que no podía alejar y que tuve que imitar de alguna manera, la profundidad con que entendí Estados Unidos a través de algo más potente que la crónica histórica o la propia imagen directa. Sin embargo, no es justo: todo eso se volvió mío de una manera, pero puede ser de alguien más de otro modo.
Allen Ginsberg, en cierto sentido, es el paradigma del poeta contemporáneo que conjuga dos tradiciones. Por un lado, el poeta maldito que explora los bajos fondos y conoce por experiencia propia la mezquindad humana, que está dispuesto a consumir el mundo en todas sus formas, radical, contestatario y crítico; se declaró abiertamente homosexual temprano en su carrera -cosa locamente escandalosa en los cincuenta, en especial para un judío; en terrenos del arte, también constituía algo cercano al suicidio- y consumió todas las drogas que existían en su tiempo. Por otro lado, era practicante poco ortodoxo del budismo zen, sobrio, moderado, de conocimiento enciclopédico. Ginsberg podía ser a la vez el Beaudelaire de cabello teñido de verde y el Kenneth Rexroth que traduce poetas místicas japonesas.
Y así como la poesía de Ginsberg es sumamente personal, me siento movido a recordar el impacto que tuvo en mí, esa clase de literatura norteamericana en que escuché una grabación del "Howl" en su voz y sentí cómo me golpeaba la espalda, el ritmo que no podía alejar y que tuve que imitar de alguna manera, la profundidad con que entendí Estados Unidos a través de algo más potente que la crónica histórica o la propia imagen directa. Sin embargo, no es justo: todo eso se volvió mío de una manera, pero puede ser de alguien más de otro modo.
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