Hay días en que me pregunto cómo he tomado mis decisiones, en qué entorno me he detenido y las razones por las que veo el mundo tan lejos. Qué oscuro hado me presenta la realidad que veo.
Inmediatamente quiero ser responsable y asumir que el azar tiene poco o nada que ver, que son efectivamente mis decisiones las que distribuyen esa realidad, y no una potencia ultraterrena la que dicta suceso y destino. Por supuesto, la consecuencia es más grave, y sin embargo queda ese resabio incierto de que algo no he decidido, que el mundo también pasa frente a mí y no todas las opciones están en mis manos o a mi alcance, que puedo aspirar a cierta solución, pero desde el inicio el rumbo era otro.
También siento la necesidad de desarraigar esa responsabilidad de mí y delegarla cómodamente hasta hacerla desaparecer. Eso me daría a quién culpar y sería libre de todo fardo. O lisamente olvidar toda responsabilidad y seguir sin memoria. Pero esta constitución me lo prohíbe, no hay sombra de descanso.
No siendo suficiente, la potencia de la memoria arrastra a un recuerdo, una experiencia, una emoción, o quizá una ilusión. Y cualquier cosa que eso sea, duele de alguna manera, y sabe exigir atención y encontrar su espacio en el cotidiano. No me queda en claro por qué regresar a ese dolor, si quizá intentemos recuperar lo bello que encerró, a costa de padecerlo de nuevo. Pero queda claro que volvemos.
Y ahí voy, mascullando canciones y poemas que aplastan porque no son o no fueron. Es esa relación metonímica con un objeto simbólico (Barthes): el objeto no contiene un significado por cuenta propia, sino que lo imponemos nosotros a partir de la memoria de lo simbolizado. Resulta entonces que un letrero, una hoja de papel, un aroma o una textura encierran un fragmento del otro. No está ahí, y sin embargo está presente. Son recuerdos (o experiencias, más bien) dulces, que en su ausencia y distancia pesan.
Queda resignarse estoicamente o combatir cada fibra de uno mismo. Cualquiera que sea el caso, sé que tengo un problema mayor cuando me cuesta tanto trabajo hilar discurso.
Inmediatamente quiero ser responsable y asumir que el azar tiene poco o nada que ver, que son efectivamente mis decisiones las que distribuyen esa realidad, y no una potencia ultraterrena la que dicta suceso y destino. Por supuesto, la consecuencia es más grave, y sin embargo queda ese resabio incierto de que algo no he decidido, que el mundo también pasa frente a mí y no todas las opciones están en mis manos o a mi alcance, que puedo aspirar a cierta solución, pero desde el inicio el rumbo era otro.
También siento la necesidad de desarraigar esa responsabilidad de mí y delegarla cómodamente hasta hacerla desaparecer. Eso me daría a quién culpar y sería libre de todo fardo. O lisamente olvidar toda responsabilidad y seguir sin memoria. Pero esta constitución me lo prohíbe, no hay sombra de descanso.
No siendo suficiente, la potencia de la memoria arrastra a un recuerdo, una experiencia, una emoción, o quizá una ilusión. Y cualquier cosa que eso sea, duele de alguna manera, y sabe exigir atención y encontrar su espacio en el cotidiano. No me queda en claro por qué regresar a ese dolor, si quizá intentemos recuperar lo bello que encerró, a costa de padecerlo de nuevo. Pero queda claro que volvemos.
Y ahí voy, mascullando canciones y poemas que aplastan porque no son o no fueron. Es esa relación metonímica con un objeto simbólico (Barthes): el objeto no contiene un significado por cuenta propia, sino que lo imponemos nosotros a partir de la memoria de lo simbolizado. Resulta entonces que un letrero, una hoja de papel, un aroma o una textura encierran un fragmento del otro. No está ahí, y sin embargo está presente. Son recuerdos (o experiencias, más bien) dulces, que en su ausencia y distancia pesan.
Queda resignarse estoicamente o combatir cada fibra de uno mismo. Cualquiera que sea el caso, sé que tengo un problema mayor cuando me cuesta tanto trabajo hilar discurso.