Despiertas. Buenos días. No es el gato. Entregas un pedazo de sangre. Rindes por un segundo la conciencia. Media noche en vela, pero no es noche ingrata. No es noche que se encamine directo al olvido, al rumbo donde se agolpan los instantes.
Es de mañana y amenaza espantosa la tarde, con el trabajo pendiente apiñado en el escritorio de la oficina, pero especialmente el de la casa. Es de mañana y el día está soleado, de pronto inusual para una mañana de febrero, imposible para una mañana de febrero; posible en la mano izquierda. Es el sol relumbrando, por debajo de las nubes y el espacio cerrado y la franqueza innecesaria. Es el sol que todo entibia. Es sol negro, sol reluciente.
Es de mañana y apenas se avisora el gran riesgo.
Ese riesgo son 7,500 documentos históricos en microfilm que deben transcribirse. Mi derecho a una beca en la universidad me exige en retribución cincuenta horas de trabajo (absolutamente insuficientes para las dimensiones de ese archivo) que se agolpan sobre las doscientas que ya tengo comprometidas en las próximas ¿dos? semanas, sin mencionar mis responsabilidades más esenciales.
Ayer, después de tener el sol en la mano y sentirlo tibio en el pecho, y de sonreír de mañana por una vez, padecí vértigo por horas. Sólo unos momentos antes de rendirme y dormir recuperé la calma, gracias a un mensaje que queda en el refugio de lo privado.
Ayer, después de tener el sol en la mano y sentirlo tibio en el pecho, y de sonreír de mañana por una vez, padecí vértigo por horas. Sólo unos momentos antes de rendirme y dormir recuperé la calma, gracias a un mensaje que queda en el refugio de lo privado.
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