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viernes, 10 de febrero de 2012

Constancia de hechos

Despiertas. Buenos días. No es el gato. Entregas un pedazo de sangre. Rindes por un segundo la conciencia. Media noche en vela, pero no es noche ingrata. No es noche que se encamine directo al olvido, al rumbo donde se agolpan los instantes.
Es de mañana y amenaza espantosa la tarde, con el trabajo pendiente apiñado en el escritorio de la oficina, pero especialmente el de la casa. Es de mañana y el día está soleado, de pronto inusual para una mañana de febrero, imposible para una mañana de febrero; posible en la mano izquierda. Es el sol relumbrando, por debajo de las nubes y el espacio cerrado y la franqueza innecesaria. Es el sol que todo entibia. Es sol negro, sol reluciente.
Es de mañana y apenas se avisora el gran riesgo.
Ese riesgo son 7,500 documentos históricos en microfilm que deben transcribirse. Mi derecho a una beca en la universidad me exige en retribución cincuenta horas de trabajo (absolutamente insuficientes para las dimensiones de ese archivo) que se agolpan sobre las doscientas que ya tengo comprometidas en las próximas ¿dos? semanas, sin mencionar mis responsabilidades más esenciales.
Ayer, después de tener el sol en la mano y sentirlo tibio en el pecho, y de sonreír de mañana por una vez, padecí vértigo por horas. Sólo unos momentos antes de rendirme y dormir recuperé la calma, gracias a un mensaje que queda en el refugio de lo privado.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Prospectiva de horas de sueño

Calendario 2012:
1. Trabajo de tiempo completo.
2. Seis materias de universidad (las últimas, por fin, por gusto).
3. Una revista trimestral (redacción, corrección de estilo, edición, lectura de galeras).
4. Gestión de una casa de residencias artísticas.
5. Corrección de cinco a seis artículos semanales para una revista de arte de Miami.
6. Imposible decir cuántos trabajos de mis científicos (pero quizá uno cada dos meses).
7. Vida cotidiana.

Suma = menos de lo necesario

sábado, 23 de abril de 2011

Prueba A

Un día por fin te decides a bañar a los gatos. Todo sale razonablemente bien: sólo tres rasguños serios en el brazo (peor te ha ido). Cuando terminas, te das cuenta de que ya es tarde (pasan de las cinco), no hace tanto calor como otros días y esos dos siguen mojados.
Iluminación: si los cepillas, entra aire (o debiera) al pelo y en consecuencia se seca más rápido. ¿Qué obtienes de casi una hora de cepillado?


miércoles, 20 de octubre de 2010

Una hiena

There are certain queer times and occasions in this strange mixed affair we call life when a man takes this whole universe for a vast practical joke, though the wit thereof he but dimly discerns, and more than suspects that the joke is at nobody's expense but his own. However, nothing dispirits, and nothing seems worth while disputing. He bolts down all events, all creeds, and beliefs, and persuasions, all hard things visible and invisible, never mind how knobby; as an ostrich of potent digestion gobbles down bullets and gun flints. And as for small difficulties and worryings, prospects of sudden disaster, peril of life and limb; all these, and death itself, seem to him only sly, good-natured hits, and jolly punches in the side bestowed by the unseen and unaccountable old joker. That odd sort of wayward mood I am speaking of, comes over a man only in some time of extreme tribulation; it comes in the very midst of his earnestness, so that what just before might have seemed to him a thing most momentous, now seems but a part of the general joke.
—Herman Melville

Me verán llegar con las manos desnudas, de frente; y buscarán refugio. Estando en el medio de mi calma, han tentado a mi paciencia. Es tiempo de retribución, y no imaginan los alcances de mi rabia y mi tenacidad. Se terminó el periodo de gracia: es mi turno. Y volveré a mi calma, y seguirán pidiendo refugio.


martes, 10 de agosto de 2010

Geometría del discurso

Hace un par de semanas me dieron un ejemplar del número 99 (mayo-junio 2010) de la revista Tinta seca. Ahí se encuentra "Corregir lo incorregible" de Carlos López, que pretende defender el oficio del corrector frente al oficio mismo, los editores, los autores y demás especies dentro del proceso editorial.
Si bien es encomiable que se hagan estos esfuerzos y que se procure la dignidad del oficio, hay modos de hacerlo. Y el caso de este artículo no es el modo. "Si no fuera por el trabajo del corrector, las faltas se multiplicarían sin parar, navegaríamos en un mar de yerros, nos ahogaríamos en ellas. Pero aun así, es impresionante la cantidad de erratas y errores que se encuentra uno todos los días, en todos lados, a todas horas." De verdad que sí, Carlos: tan sólo en las cuatro páginas de tu texto encontré una cantidad infame.
El punto crucial, al margen de las traiciones lingüísticas y discursivas que pululan en esas cuatro páginas, está en otro lugar: "El corrector no sólo sabe las reglas del lenguaje; su acervo cultural es amplio, su conocimiento de las materias del saber es vasto." En lo ideal, sin duda; esto, sin embargo, no es moneda corriente. No sólo eso: en la práctica es de lo más inusual. Los correctores no sólo carecemos de un bagaje de conocimientos capaz de abarcar todos los temas que, en ocasiones, nos vemos obligados a leer, sino que tendemos a concentrarnos –por inercia y pragmatismo, hay que admitir– en alguna materia particular.
De un lado, no existe una especialización profesional en las distintas disciplinas donde la escritura nos requiere (e.g. legal, medicina, farmacéutica, ingeniería, y demás); del otro lado, no he conocido quien corrija con autoridad un texto médico y salte sin empacho o terror a uno de ingeniería mecánica. Las jergas son distintas y exigen un grado mínimo de conocimiento para encontrar los carices que les son particulares.
El corrector en este país, en otras palabras, es un individuo por lo regular atribulado, que duda de sí mismo y su trabajo por más que tenga vasta experiencia: siempre se pudo decir mejor y más limpiamente, siempre se pudo lograr más pulcritud, siempre se escapan la errata y el dato curioso, y ya no se puede hacer nada sobre el impreso.
Sí, hay que dignificar el oficio y hacernos del respeto de quienes publican (o sea, una abrumadora mayoría), pero también hay que considerar naturaleza y condición. Si el corrector no fuera ese ente atribulado que tiene la parte menos elegante y sexy de la cadena trófica editorial, si no viviera en una constante neurosis, en la búsqueda de la única expresión correcta, los textos no lograrían esa pulcritud que el lector deja de notar (nota los errores de la edición: un buen trabajo editorial es el que pasa desapercibido y deja que el texto se mantenga en el centro).
La verdadera labor del corrector es involucrarse con el texto que lee, aprehenderlo en todos sus sentidos posibles y sostener los que convienen. Un corrector, efectivamente, no se queda en la gramática, sino que se sumerge hasta la semántica y la fonética.
Nunca le mientas a alguien que hace análisis de discurso, no pretendas decirle verdades a medias, no intentes conservar oculto un significado, no escondas siquiera tu identidad: quien sabe leer es capaz de reconocer las aristas menores de un discurso particular.

lunes, 19 de abril de 2010

Iustitia et sapientia

Viernes por la noche. Cena oaxaqueña en el que se ha convertido en mi hábito de viernes por la noche. Después de meses de no ver a las amigas, las llevo conmigo y cenamos todos juntos. Carta comodín que supone riesgo a cada ocasión: el novio sueco de una, al que le caben cantidades infames de alcohol.
Y a'i va uno a acompañarlos en la cena, y en los tragos. Y pasan las horas. ¿Siete? cervezas y ¿cuatro? mezcales después, penosamente traicionado por los segundos (a tan grave nivel que no sé si eché a perder un proyecto).
Son más de las dos de la mañana; tengo que estar en mis cinco o lo más cercano a las ocho de la mañana. Tomo un taxi; por la distancia, esperaría una cuota de quince pesos, cuando mucho, de día. Pero conozco de sobra los abusos que se permiten los taxistas en esta ciudad pasadas las once de la noche.
– ¿Y cuánto va a ser?
– Cuarenta pesos.
– Seguro… Déjame aquí.
– Acá son quince pesos.
Saco una moneda de diez: "y di que te fue bien".
Ufano salta el taxista y me exige que le pague completo. Me rehúso a permitir el abuso. Me amenaza con partirme mi madre [sic] si no hago caso. Me amenaza con parar una patrulla. "Para la patrulla, entonces. Pero no esperes ni por accidente que te pague."
– Mira cabrón: a mí no me gritas.
– Ni estoy gritando, ni permito que TÚ me grites a mí. Para la patrulla.
Y en efecto: cinco minutos después, la patrulla se detiene. Sin esperar explicaciones, dos imbéciles me empujan, gritándome que me van a llevar a la delegación.
– Entiende cabrón: estás borracho.
– ¿Y dónde dice que es un delito caminar borracho por la calle? Podría estar ahogado y ustedes no tienen motivo para llevarme a la delegación. O muéstreme el reglamento o la ley donde dice que es un delito.
– Que te lo muestre el juez cívico –y comienzan de nuevo los empujones y tirones: un oficial me empuja para meterme a la patrulla, el otro me tira de la pretina del pantalón, por la espalda. Sigo sorprendido que entre esos dos no pudieran meterme, a mis 46 kilos de masa corporal, a una patrulla a punta de agresiones. Y entre manazos y tirones, comienzan los gritos.
– No me grites, cabrón, que te va peor.
– Bueno, ya, joder: ¿quieren que le pague a ese cabrón?
– Pero no lo insulte, joven. Tratémonos con respeto.
Mejor me guardo el comentario, antes de reventarlos a los tres. Los policías se reparten el título de policía bueno / policía malo; juego con ellos, no en su juego, así que callo a éste, luego callo a aquél, luego los callo a los dos, luego me permito hablarles de usted a los tres.
– ¿Qué lee, joven?
Obras selectas de Alejo Carpentier –y levanto el mamotreto de ochocientas páginas a altura suficiente para que lea la tapa–: extraordinario libro, se lo recomiendo.
Me mira con cara de consternación, se miran entre ellos con incredulidad. "Disculparán los señores, pero soy literato. Yo sí leo."
– Bueno, pero págale al señor o nos vamos a la delegación.
– Está bien, está bien. A ver, tú, cabrón: ven para acá.
Meto la mano en el bolsillo y rebusco una moneda de cinco pesos. "Toma, lo que me faltaba."
– Pero el taxímetro está corriendo.
– No cuando yo me subí, así que no es mi cuota. Me dijiste que quince pesos aquí: esos cinco más los diez que te di, ya no te debo nada.
Los tres me miran con una incredulidad que casi me hace estallar en carcajadas ahí mismo.
– Con su permiso, señores: me voy a mi casa.
El resto del camino, apenas quince minutos a pie, no puedo contener las carcajadas. Creo que mis vecinos me escucharon subir las escaleras. El respeto, eso lo sabemos hace mucho, se gana.

martes, 24 de noviembre de 2009

Llamado a domicilio

Quién le vendió mi dirección a una emisora de correo masivo es duda que nubla mi calma: lo mismo recibo pornografía e invitaciones para citas a ciegas con rusas que escriben en un inglés escabroso, que recordatorios para tomar talleres de espiritualidad o de balance general contable y capacitación del personal de compras.
Hay que admitir que no es un alud que aplasta mi buzón, pero no deja de ser una incómoda pérdida de tiempo. Sin embargo, me sorprendió recibir ofertas laborales; ¿soy sólo yo o en verdad hay un discurso increíblemente sórdido en la descripción del puesto?

martes, 27 de octubre de 2009

Un (otro) connato

Hace siete años, alguien que poseía mi amor me dijo que padecía leucemia. Le miré con desconcierto y algún cinismo. No le creía, no podía, pues nunca mi estado físico ha sido preocupación seria ni motivo de desasosiego. Error mío, sin duda: mi modus vivendi de los últimos dos años ha de costarme en un futuro no muy lejano.
Me dijo que debía tener confianza, y fe; fue la última vez que le pedí algo a dios: una semana después mi leucemia había sanado, pero aparecía un cuadro de lupus. Se hundió el primer clavo que resquebrajara el edificio de mi amor, y desde entonces me debato entre una suerte de conmiseración aberrante y el desprecio, bajo la ubicua certeza de que no puedo odiarle.
Alta traición. Terrorismo en forma clara. Visto en perspectiva, mi escepticismo y la objetividad con que intento mirar las cosas se deben a ese solo episodio: el mundo new age perdió un adepto [sic] en tan solo dos frases. Yo, sin embargo, no perdí nada, sino que trasladé el amor y la fe a donde encontraran mejor puerto. Visité a un oncólogo con la sola razón de que me diera un diagnóstico clínico, sin especulaciones, sin suposiciones subjetivas, sin magia como medio de análisis, sin importarme siquiera el diagnóstico per sé.
Este sábado noté que Timoteo está espantosamente delgado: al gato pachón que me asfixiaba si se sentaba en mi pecho, ahora se le ven los huesos sin mirar con demasiada atención. La veterinaria me advirtió que bien podía ser leucemia, y sentí que la sangre se me escurría hasta el suelo. Después de los análisis, el diagnóstico es negativo, pero existe una alta posibilidad de que padezca asma.
Bien: dejo de creer en un sistema arbitrario donde el consenso es tácito, rara vez uniforme, y las suposiciones son el motor y motivo de sustento, para creer ahora en un sistema ordenado, con el mismo consenso, las mismas suposiciones, los mismos motivos. La religión (y sus variantes) y la ciencia tienen pocas diferencias en lo profundo.

"Papá, ¿por qué me rasuraron la garganta y me picaron con la aguja?"

miércoles, 14 de octubre de 2009

Enumeraciones

Mi primer trabajo fue a los dieciocho años como asistente de ventas de reputada tienda departamental (mejor nos ahorramos la publicidad gratuita: no valen la mención), en el área de "chavos." Seis meses sacando y escondiendo ropa en las bodegas, desayunando a escondidas en las bodegas, coqueteándole a las clientas, discutiendo con los otros vendedores porque ése era mi cliente y yo lo vi primero y vamos respetándonos de una vez o nos partimos la madre en el estacionamiento, atendiendo a señoritas y señoritos pudientes que platicaban en inglés entre ellos (creyendo que ni por pienso podría corregirles la gramática y la pronunciación).
Aprendí desde ese momento el valor del dinero, a pesar de que vivía en casa de madre y mis gastos se limitaban a cerveza, chucherías para ella, comida una vez cada cuanto, regalos para mis niños… Recuerdo que le dije a mi mejor amigo que la cerveza que uno mismo se paga es más sabrosa; justo era la primera que mi cartera costeaba.
En todos estos años, y muy particularmente los últimos en que he administrado mi tiempo hasta en cuatro trabajos simultáneos, nunca había tenido una carga como la de esta sola semana. Tres artículos para científicos locos, una revista de señoras tontas, un cuento (lo mejor de todo esto: harto tiempo que no escribía fuera de las entradas de este blog), construir un artículo a caballo entre la divulgación científica y la curiosidad gastronómica, varios artículos sobre ciencia aplicada en la cocina, sin mencionar los deberes (desatendidos) propios de la oficina. Y tampoco en todos estos años había sorteado tantas vicisitudes a ese respecto: siete horas de corrección desaparecidas en tanto quiénsabecómo no se guardó el archivo, fechas de entrega una sobre la otra, un archivo corrupto, segundas lecturas porque se te fueron todos estos errores y necesito que lo revises todo otra vez, bases de datos incompletas (muy a pesar del caché del Google), sistemas operativos que sencillamente no ayudan. Y no entremos en materia de mi vida cotidiana y la minúscula fracción que no depende ni se relaciona con el trabajo: sería pura malvada necedad repasar el rubro. Baste decir que ésta será otra mudanza, amarga como todas.
Hacía tiempo que no me dolían tantos los huesos, ni me sentía tan terriblemente desgastado, suficiente como para que sea difìcil articular palabra.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Tempus finis

El 21 de diciembre de 2012 termina la cuenta larga del calendario maya. Leído textualmente, el tiempo se termina; sobreinterpretado (a la manera de los exégetas paranoicos de las Revelaciones de Juan), el mundo se va a acabar, o la humanidad va a tener una epifanía, o sucederá por fin el sueño de Vasconcelos. O ninguna de las anteriores.
En otras palabras, y si no sucede nada en perjurio de mi persona (como que me vuelvan a reventar en mi propia casa o me explote un ventrículo o un coágulo se me estacione en el cerebro, todas las cuales son muy probables dado mi muy sano humor), habré cumplido treinta años cuando me siente con un vaso de whiskey y cacahuates a ver el fin del mundo, que no será otro que el de los paranoicos y los suicidas apocalípticos haciendo eso que mejor saben hacer.
Al margen de que sería extraordinario confrontar a Agustín con los mayas, lo sano es pensar en tiempo presente. Y Beth Orton lo dijo rebonito: today is whatever I want it to be.


lunes, 21 de septiembre de 2009

Una distracción

Supongamos que hago un ejercicio descomunal y se me olvida que hoy estoy odiando al género humano enterito (o quizá sólo 98 centésimas partes); supongamos que al fondo de este saco de bilis y rabia y tripas hay una pulsión creativa capaz de omitir o -en el mejor de los casos- hacer uso de mis odios; supongamos que todos somos capaces de decir, bajo la insinuación velada o la declaración abierta, eso que revolotea en la cabeza; supongamos que alguien más, que leyó desesperadamente Momo, una y otra vez, les presta esa atención y escucha sobrias.
Supongamos que, después de mucho tiempo, por fin tengo un personaje a quien escribir, pero no lo conozco; sin embargo, las lectoras de este blog sí. Si los (dos) lectores gustan participar, hagan las variaciones que les resulten pertinentes.
Imaginemos un idilio: sueñan con el hombre de sus sueños; por tanto, sueñan que sueñan. Sueñan en un lugar atestado de gente, ruidoso, donde todos y todo lo demás tiene un rostro sin importancia. Sueñan en un espacio amplio, no abierto; entonces resulta que ahí en algún lugar está ése, el que han soñado ni siquiera saben ya cuántas veces.
De alguna manera tendrán que reconocerlo, así que ése requiere una entidad: un aspecto físico, un gusto musical, una profesión y hábitos y entretenimientos, odios, vestimenta, defectos que construyen personas, cualidades, manías. ¿Qué tiene ése que no han tenido los otros, que debieron tener o ser o entender?
Saturen [ajá...] los comentarios de sustantivos y adjetivos; tres mil puntos a la descripción que rellene la cara de ése que estoy escribiendo yo.

jueves, 6 de agosto de 2009

El poder de lo minúsculo

En el país de Lilliput, Lemuel es condenado a muerte, una terriblemente cruel: mientras duerma, le quemarán la casa, un ejército de varios miles le disparará flechas envenenadas a la cara y manos, los sirvientes rociarán de veneno su ropa de cama y demás efectos personales. Pero la magnanimidad de Su Majestad Imperial reconocerá los servicios que Lemuel hizo al imperio y conmutará la pena: sólo habrá de perder los ojos.
Esta mañana, dos gusanos más pequeños que la uña de mi dedo meñique (al menos el pueblo de Lilliput medía la doceava parte que Gulliver) decidieron que no desayunaría el mango que me saboreaba desde ayer en la mañana.
Sus más temidos enemigos, quienes mayor injerencia tienen sobre ustedes, no son más grandes que la palma de su mano.

lunes, 22 de junio de 2009

Te Deum

Ésta será una de esas reflexiones que cansan; si usted, estimado lector, no se encuentra en disposición de pensar diez minutos o pasó a esta sepultura a ver en qué divertimento consumía su tiempo, le recomiendo que consulte esta etiqueta o visite el xkcd.

I.
Hace unos meses, mi diseñadora (que también es mi socia y mi guardaespaldas y mi espía y la madre de mi sobrina gata) me preguntó qué era la espiritualidad. Cuando las preguntas son tan abstractas y las posibles respuestas son bastísimas, creo que la mejor es la que no se piensa, sino la que se espeta: "la necesidad de trascendencia". Además, spirituality means dealing with intuition.
Consideramos el asunto, y resultó que a los dos nos hacía sentido: pronto recordó algún pasaje del I-Ching. Es terriblemente interesante el tiempo que Confucio le dedicó y su poco interés en las aproximaciones espirituales, por sobre las que puso gravísimas reflexiones filosóficas y metafóricas; tampoco es gratuito el interés de Jung, aunque su sistema me interese poco: John Cage es más divertido.

II.
El sábado, después de atragantarnos, fuimos por cerveza. Nos hartamos de esperar en un bar y brincamos al siguiente. Cómo, no sé -porque no estaban los humores para honduras ni los estados etílicos suficientemente altos para necedades-, pero nos enfrascamos en una larga discusión sobre religión.
El postulado era: "Rendir la voluntad ante otro y perder la libertad en aras de una vida que no voy a disfrutar en estado consciente, es estúpido; ¿por qué declinar la experiencia sensible y someterme al miedo?". En estricto sentido, no tenía nada que objetar, pues encuentro correcta la premisa. Pero lo que me asaltó fue la reducción que hizo después: la sola profesión religiosa es estúpida, y desde sus bases toda religión es un error. De ahí siguieron otras reducciones que me agitaron, como que sólo los religiosos tienen tendencias extremistas: siendo mi interlocutor de tendencia neo-nazi (y me pregunto cómo es que me considera entre sus mejores amigos, ario como soy), estuve a punto de encajar una aguja.
Mi empeño, tratando de sosegarme, fue navegar otra ruta: el pensamiento mítico funcionó en su momento para explicar fenómenos que rebasaban a los pueblos. Yo, persona, puedo confeccionar artículos a partir de materias primas, pero no puedo producir esas materias; si yo no lo hice y él no lo hizo y ninguno de los que nos antecedieron pudieron haberlo hecho, ¿quién entonces? Y ahí hacen su aparición tanto los dioses como las potencias infernales: en el Corán, existen artesanos (de sumo especializados, hay que agregar), pero no artistas: Alá es el único artista; poiesis.
Más todavía: veo y conozco este mundo, tengo una experiencia en él y tengo relación con otros. Entiendo mi procedencia (siempre sé mi pasado, mientras lo recuerde o lo asocie con el pasado de otro), pero desconozco mi destino. Qué sucede cuando muero es una experiencia que sobrepasa cada una de mis capacidades, salvo la conciencia de que algún día habrá de ser. Lo único que me parece plausible es pensar en una tierra donde todos seguimos y que no está aquí: Hades, She'ol, Hel, Mictlán, Naraka, todos comparten la residencia en el inframundo, y no necesariamente el sitio de lamentaciones y castigo.
Por otra parte, y como corolario, las religiones tuvieron una función crucial: el ordenamiento social. Los diez mandamientos sentaron las bases de lo que después fue el Derecho en diversas encarnaciones, y fueron suficientemente lejos como para hacerlos auto-gestivos: los tres primeros imponen autoridad para limitar la transgresión del resto.

III.
Pero entre el séptimo y el décimo se encargan de quitarle lo divertido al cotidiano...
Al margen del mal chiste, creo que el problema mayor es que las religiones se construyeron alrededor del pensamiento mágico-mitológico, y no se actualizaron ante las circunstancias. Galileo sobra como ejemplo; la alquimia es un paréntesis sincrético locamente extraño. Y llegado el S. XIX, con Darwin derrumbando bastiones, con la técnica comprendiendo e imitando esos fenómenos que estudiaba, con la ciencia desarrollándose (irónicamente) a partir de lo que hicieron bien los alquimistas, no hubo una religión que abrazara esos nuevos postulados, esencialmente porque sería ir contra sí misma.
Comprensible: nadie encuentra comodidad en ver su constitución demolida porque algún metiche le demostró su error. Los más ágiles, después del entripado, quizá miren hacia atrás y contemplen las posibilidades que perdieron, asuman sus responsabilidades, rectifiquen el camino; pero serán los menos: sentido común, qué doloroso oxímoron.
Pero a pesar de eso, ¿de verdad es tan estúpido, en el S. XXI, profesar una devoción religiosa?

IV.
Es tan evidente que las religiones no actualizaron sus presupuestos fundacionales que a la fecha conservan a sus enemigos. O recurren a mecanismos "sincréticos" (si se me permite la expresión) para sobrevivir y atraer adeptos. El estado en que se contuvieron funcionó plenamente hasta hace ¿400? años (una concepción cristiana concebía a Europa, África y Asia como la comprobación terrenal y geográfica de la Trinidad; América vino a dar al traste, y luego Oceanía, y la Antártida), pero la costumbre de las formas no supo seguir ese paso vertiginoso. ¿Qué hacer hoy en día con los científicos que se entretienen con aceleradores de partículas y juegan a crear el universo?
Sin embargo, lo más rescatable -entre muchas otras cosas- es la fe, que no es sino esperanza en lo que no se conoce. Fe en el futuro o la consecución de una meta, en los otros, en cada cual, en la posibilidad de hacer las cosas de un modo distinto. El que dice "quiero creer que no soy tan mala persona, que mi ego -en tanto enorme- es terriblemente frágil", en realidad está haciendo una declaración de fe, precisamente sobre lo que conoce de sí mismo, y sin embargo escapa de su comprensión: el conocimiento que tiene el otro.

V.
Dios ya no sirve para explicarnos el mundo sensible (o más o menos: las partículas subatómicas no son muy sensibles), pero sabe hacer su trabajo: "La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado, el alma de una situación sin espíritu. La religión es el opio de los pueblos"; si al menos los ateos radicales citaran a Marx considerando el contexto.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Cuestión de perspectiva

Hace dos días, una chica me preguntaba -entre muy otras cosas de mi vida- si escribía; la pregunta salió después de mencionar grosso modo mis estudios y mi(s) trabajo(s). Y la respuesta, en tanto la he dado en repetidas ocasiones a última fechas, se está volviendo aterradora: hace mucho que no escribo. O fuera de lo que aparece en este blog: vamos, que los escritos que aquí se leen van en picado y si alguna vez fueron interesantes, esa condición se ve desagradablemente diluida conforme pasan las semanas.
Y sin embargo, si yo creía que hablar sobre mi infame condición y mi crítica incapacidad para pensar una historia y escribirla era cosa seria, escuchar a mi mejor amiga furiosa (y pocas veces la he escuchado así), ladrando contra sus padres y al borde de la desesperación, me arrasa.
Tus problemas léxicos y estructurales de verdad son nimios: hay gente que sí tiene asuntos importantes y serios. ¿Quién corchos querría leerte?

viernes, 19 de septiembre de 2008

...

Los puntos suspensivos sirven para esos momentos en que no se sabe cómo decir algo, en que se quiere presumir de pudor o respeto, en que se pretende tentar la imaginación de otro, en que se hace un intento (poco feroz, si se queda en intento) por imponer tono, en que se quiere connotar en lugar de denotar; o cuando uno no tiene nada que decir.
Hay quien los usa como si fueran comas, y también hay quien aparentemente desconoce su existencia y no sabe callarse algo, insinuarlo apenas; hay de todo en las viñas del señor, y han de ser grandes para que quepan todas esas cosas...
Son un instante de silencio, un filo de suspenso (dah... como si el nombre no fuera suficiente, vas y dices otra perogrullada), o más bien una brevísima suspensión del discurso. Son una vía por la que se carga de sentido el evento siguiente, o por la que cambia el del anterior.
Los puntos suspensivos de esta noche quieren apegarse a esas últimas funciones, con su debida insinuación.
Demasiadas ideas que rumiar, limpiar, derrumbar y construir. En cuanto ordene el muladar.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Uno de los grandes asaltos verbales

Seamos gente y tengamos la cordialidad de recuperar la literatura. Disculparán el abandono y la miríada de divagaciones, pero bien saben (porque para estas alturas me conocen hasta la talla de zapato, estoy seguro) que tiendo a la indisciplina y la digresión, particularmente para conmigo mismo.
es una de mis más terribles envidias, y Thomas Bernhard un grande en mi panteón; para datos biográficos, sírvanse ejercer esa poderosa metichería suya... Contrario a las otras ocasiones en que he publicado mi opinión sobre un libro, esta vez me limito a copiar: no puedo decir mucho sin arruinarles un momento extraordinario, en tanto es cosa para experiencia y no para chisme. Así que dejen de hacer lo que sea que estén haciendo (y me importa un corcho que sean las cuatro de la mañana la hora en que estén leyendo esto), vayan a comprarlo (o róbenselo: recuerden a Darien) y sobrevívanlo.
La cuarta de forros tiene una sana advertencia: "Desde la primera frase [...] la cosa está clara: o bien dejamos el libro, o bien tomamos impulso para no detenernos hasta el final."; y para que no quepa duda, esa primera frase:
El Suizo y su compañera llegaron a casa del corredor de fincas Moritz precisamente cuando yo, por primera vez, no sólo trataba de describirle a Moritz y, en definitiva, explicarle científicamente los síntomas de mi enfermedad sentimental e intelectual, sino que había ido a casa de Moritz, probablemente la persona que en ese momento me estaba realmente más próxima, para volverle del revés, súbitamente y del modo más desconsiderado, la cara interna, no sólo enferma sino totalmente deformada ya por la enfermedad, de mi existencia, que hasta entonces sólo conocía él en un aspecto superficial que ya no le irritaba y, por tanto, en modo alguno le afectaba de modo inquietante y, simplemente por la inesperada brutalidad de mi experimento, por el hecho de que esa tarde, en un momento, descubrí y desvelé por completo lo que, en los diez años de mi relación y amistad con Moritz, le había ocultado, le había escondido siempre en definitiva, con sutileza matemática, y le había disimulado incesantemente y sin compasión por mí mismo a fin de no permitirle a él, Moritz, la menor idea de mi existencia, se había sentido profundamente horrorizado, pero yo no me había dejado cohibir lo más mínimo por ese horror suyo en mi mecanismo de revelación, por una vez puesto en marcha esa tarde de una forma vehemente y, lógicamente, condicionada también por el tiempo atmosférico, esa tarde, poco a poco, como si no tuviera otra elección, le había descubierto a Moritz, atacado por mí esa tarde, de forma totalmente inesperada, desde mi emboscada intelectual, todo lo que a mí se refería, descubierto todo lo que había que descubrir, desvelado todo lo que había que desvelar; durante toda la escena, como siempre, yo había estado sentado en el asiento del rincón situado frente a las dos ventanas, junto a la puerta de entrada del despacho de Moritz, el por mí llamado cuarto de los archivadores, mientras el propio Moritz, al fin y al cabo era ya finales de octubre, se sentaba frente a mí con su sobretodo de invierno de un gris ratón, quizá en ese momento ya en estado de embriaguez, no pude determinarlo exactamente en la oscuridad que había caído ya; yo no lo había perdido de vista a él durante todo el tiempo, era como si esa tarde, después de no haber estado desde hacía semanas en casa de Moritz y, de hecho, desde hacía semanas nada más que conmigo mismo, lo que quiere decir que había estado abandonado a mi propia mente y mi propio cuerpo un tiempo mucho más largo, aunque todavía no destructor de mis nervios, en la mayor concentración con respecto a todo, me hubiese decidido a todo lo que para mí había significado la salvación y, saliendo por fin de mi casa húmeda y fría y oscura, y atravesando el bosque espeso y sombrío, me hubiese precipitado sobre Moritz como sobre una víctima propiciatoria para, eso había pensado en el camino hacia la casa de Moritz, no dejarlo ya con mis revelaciones y por tanto, en realidad, inadmisibles ofensas, hasta haber alcanzado un grado soportable de alivio y, por tanto, haber descubierto y desvelado cuanto fuera posible de mi existencia, disimulada de él durante años.
Estaba a punto de meter mi cuchara (en la tercera de forros escribí algunas notas para el trabajo que tenía que entregar ese semestre, y hasta parecen inteligentes), pero no lo voy a hacer. Basta con que diga que este agresivo narrador se calma en el transcurso de la novela y la lectura regresa a lo posible, pero no por eso deja esa escritura obsesiva.
Aquí viene una confesión [sic]: me choca ver subrayados y marcas en los libros; me encabronaba sacar un libro de la biblioteca y encontrar párrafos y páginas enteras manchadas (porque no hay otro nombre) con marcatexto, ése de colores fosforescentes que agreden a simple vista. Sin embargo, suelo tomar nota al margen -obligatoriamente a lápiz- cuando un autor escribe sobre su idea de escritura o literatura. Cuando una idea así aparece en un libro como , es imperativo tomar nota:
Ahora [...] puedo hablar de la compañera del Suizo, o sea de la Persa, e intentar al menos conservar el recuerdo de ella, aunque sólo sea fragmentariamente y sólo en forma defectuosa y, como todo lo escrito, no pueda en lo más mínimo hacerse de forma acabada y completa, después de que tantos intentos como he hecho en los últimos tiempos han fracasado siempre. Sin embargo, todo lo que ha de escribirse debe empezarse siempre desde el principio e intentarse siempre de nuevo, hasta que por lo menos una vez se logra de forma aproximada aunque nunca satisfactoria. Y por inútil que sea, y por terrible y desesperado que sea, hay que probar siempre de nuevo cuando tenemos un tema que nos aflige siempre y siempre con la mayor obstinación y no nos deja ya en paz. Aun sabiendo que nada es seguro y que nada es completo, debemos, aun en medio de la mayor inseguridad y de las mayores dudas, comenzar y proseguir lo que nos hemos propuesto. Si siempre renunciamos antes de haber empezado, caemos en definitiva en la desesperación y en definitiva y finalmente no salimos ya de esa desesperación y estamos perdidos.
¿A alguien le queda alguna duda?

Bernhard, Thomas. . (trad. Miguel Sáenz [heroico]; prol. Juan Goytisolo) 4° ed. Anagrama: Barcelona, 1999.

jueves, 28 de agosto de 2008

Lecciones de zoología

En esta universidad he visto bichos de muy diversa índole, a saber: ardillas, tlacoaches, murciélagos, gorriones, gatos, caballos, borregos, conejos y perros (los últimos cuatro en la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia), y un par de mandriles (ah, no: ésos eran estudiantes de 17° semestre de la Facultad de Filosofía y Letras; se desconoce qué carrera estudian, pero ellos presumen que todas las que se ofrecen, además de Economía). Me han pasado el chisme de que también se asoman de pronto tarántulas y culebras, pero a la fecha no he tenido la buena fortuna de desearles buen día.
Me han chismeado también que no siempre se comportan como gente decente: antes de que yo entrara a trabajar aquí, una ardilla se metió por la ventana a la oficina de mi jefe y asaltó una caja de galletas que tenía la secretaria en su escritorio. Importando un corcho que se hubiera zampado las galletas (pues al final era de lo menos grave), lo maravilloso del asunto fue que después buscó más y tiró todo lo que se interpuso en su camino; ergo: una oficina hecha un desmadre y cubierta con excrementos de ardilla por todos lados. No siéndole suficiente una caja de galletas y algo de papel, se escurrió a la oficina de la Secretaria Administrativa, donde -según reza la leyenda- le guardan los cacahuates, las nueces y los chocolates al director del Centro... Locura y destrucción.
"Bueno, dulces y botanas, algunos papeles revueltos: no es pérdida ominosa." No, pero ¿quién será el valiente que la saque de atrás del archivero? Maldita sea la cosa, me hubiera encantado ver a las secretarias corriendo desaforadas por los pasillos o subidas en los escritorios: como si no hubieran visto a esa misma ardilla brincoteando en los jardines, a cinco pasos de ellas.
Pero eso fue hace más de un año... El asunto es que ayer por la noche alguien (que no era peludo y de cola esponjada, o quizá en otro sentido) tocó a la puerta de mi oficina y puso un pie dentro:


Empiezo a tomarle cariño a mi más nueva adquisición tecnológica: uno nunca sabe cuándo puede ser útil una camarita en el teléfono; y por cierto, eso da pie para mi más nueva diversión, pero esperen otro post.
En cierto sentido, no es de sorprender su visita: los escorpiones pueden vivir en prácticamente cualquier clima (oh sí, algunos hasta a 25 °C bajo cero), son de hábitos eminentemente nocturnos y gustan de zonas pedregosas, como casi cualquier lugar de esta universidad. Por otro lado, los que vinieron antes que él llegaron antes que yo, y más bien soy yo quien puso (...; ustedes entienden) una oficina en su changarro.
Como constata la fotografía y mi tarjeta del Metrobús (arrojada desde y a una distancia cobardemente prudente, con cuidadito para no alebrestar al bicho: pura providencia), no era un monstruo enorme y abominable. Sin embargo, tranquilamente apostado este caballero en el claro de mi puerta, confieso que me pegué al marco tanto como pude (y ñango como soy, me sobraba espacio); tampoco recogí la tarjeta en ese lugar, sino que la jalé con la punta del piecito y a salvos 50 centímetros me agaché sin despegarle el ojo al octópodo.
Muy amablemente le deseé buenas noches al señor caballero, apagué la luz y salí a paso firme del Centro. Por un momento creí haber cometido un error y consideré regresar a planchar al bicho, pues bien podría estar ocupando mi silla cuando llegara yo por la mañana. Pero no pude: de pronto tuve un arranque de jainismo (nota al pie: quizá la única religión que me podría llamar la atención; ingrata relación entre sus símbolos sagrados y su uso histórico) y el bicho me fue más valioso que miríadas de individuos. Uno ve todos los días a gente estúpida en la calle y se pregunta si el mundo sería muy diferente sin su presencia o si acaso no sería mucho mejor; pero pocas veces uno le abre la puerta de su segunda casa a un invitado que llega como emperador otomano, y además se deja seducir. Por lo demás, los hoyos en las suelas de mis tenis bien podrían servirle de casa.
Como era de esperarse, mi cabeza -que en mucho se parece al estómago de una vaca- no se pudo quitar la imagen en todo el camino de regreso a casa, y el solo roce de las correas de la mochila en los brazos era espeluznante, por decir lo menos. He ahí el poder de un bicho del tamaño de mi meñique y que pesa menos que mi pulgar.
¿Quién siente comezón en los costados y la espalda esta tarde?