Y en esta otra, sin retribución material alguna, sin historial pugilístico, militar, disciplinario, académico o de ningún otro tipo, el retador: un pajarillo.
¿Y quién venció en esta esperpéntica pelea? Efectivamente, el bendito pajarillo. Corrijo: no fue el bicho, sino la sorpresa.Ayer (sí, domingo) salí a las diez y media de la noche (sí, tarde, muy tarde, en domingo) de mi oficina. Tiene su encanto salir ya de noche (no en domingo) de este Centro de Ciencias de la Atmósfera, sobre todo en estas fechas, calurosas en el día y lluviosas/húmedas por la tarde/noche. Esta Universidad abunda en jardines, zonas semiboscosas, reservas ecológicas y bichos (raro el día que no veo ardillas), y eso -libre del bullicio de estudiantes y camiones y autos y cualquier otra molestia- se disfruta harto.
Y cuando cruzaba por uno de esos jardines recibí una llamada, que no alcanzó -a pesar de serme de sumo valiosa- a sustraer mi atención del todo. A mi izquierda, un gorrión estaba parado sobre la cerca que limita el pasillo. Momento: son las diez y media de la noche, hace frío, el aire está húmedo; ¿qué hace éste ahí, parado, con los ojos abiertos, inmóvil? Me detengo, me acerco lentamente, sin dejar de prestar atención a mi llamada. El bicho no se mueve; me acerco más, cuarenta centímetros, veinte centímetros: no se mueve.
Bien, esto ya es demasiado raro. Al otro lado me preguntan qué paso; explico someramente. Miro al gorrión, tratando de encontrar por qué está ahí quieto: no veo nada en sus patas, no se ve lastimado (al menos no tiene marcas de mordidas). Y de pronto, tengo la impresión de que se encajó en la punta de la malla ciclónica. Tsss...
Con mucho cuidadito le rasco la espalda: no se mueve. Especulo, ahora, que el bicho, ensartado en un alambre, ya se congeló y se quedó tieso. Pero no: de pronto mueve un ojo y la cabeza.
Me gritan desesperadamente que salve al bicho, pero la Facultad de Veterinaria ni siquiera abrió sus puertas el día de hoy y llevarlo a la casa para que juegue con mis gatos resulta tanto más contraproducente.
Con más cuidadito todavía, acerco la mano e intento levantarlo; no se queja, así que puedo apretar con algo más de fuerza (el ingrato bicho está firmemente agarrado al tubo) y jalar. No estaba ensartado, pero no permitió mayor examen: soltó un chillido, aleteó y (básicamente) me mandó a la mierda y se fue.
He de admitir que me asustó un tanto el aleteo: es una sensación extraña, por darle algún nombre. Aquí me siento impelido a contar una anécdota, cuyo protagonista siente poco orgullo. Imagine usted, amable lector, un tipo de bien logrados 1.85 m, generosos 70 kilos, perforaciones varias, cara de pocos amigos, y además oriundo de barrio ríspido de esta ciudad (o sea, más de la mitad de los barrios de esta ciudad). Y sin embargo, es tipo de buen corazón, de difícil acceso, pero agradable después de establecida la relación; vamos, que estudia medicina veterinaria precisamente en esta H. Universidad.
Pero el mundo no sería interesante si no estuviera inundado de ironías que frisan lo ridículo: le tiene fobia a las aves, y es hasta absurdo verlo correr cuando oye piar a un pollito. Digamos que si no lo conociera y ayer me lo hubiese topado en mi camino, yo me hubiera alejado de él y él hubiera huído despavorido del bicho que yo sostuve en la mano.
Todo lo anterior para decir que se me olvidó el trabajo y el cansancio por tres minutos y se lo debo a un pajarito tan común y corriente como cualquier otro.
4 comentarios:
entiendo lo del aleteo... es inevitable el sobresalto, como cuando te va a caer agua.
O más bien, cuando ya te cayó.
No me da miedo decirlo una y otra vez:
Motivos...
Aunque ciertamente tu comentario fue (no sé cómo llamarlo)...
Y no se trata de buscarlos. Se trata de descubrirlos.
If... you know what I really mean to say.
Cierto, ahí están. Hay que sacarlos de su sepultura particular.
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