I.
El martes de la semana pasada, mientras esperaba el camión del transporte interno de la Universidad Nacional Autónoma de México -que muy cómodamente me deja casi en la puerta de entrada de mi oficina-, leía La narrativa de Arthur Gordon Pym de Nantucket. Perverso como pocas cosas, extraño como poquísimas, y ah, qué buen libro.
Siento a alguien acercarse a mí, se detiene a dos pasos, se asoma al forro del libro (me encanta cuando la gente metichea en mis libros). Una señora de cuarenta y algunos, muy sonriente, me mira con gusto.
- Vaya: alguien lee en este país.
- [risa algo nerviosa] Sí, algunos.
- Me da gusto. Una pregunta, ¿qué camión me deja en la Facultad de Medicina?
Le doy las explicaciones pertinentes y decide tomar otra ruta.
- Muchas gracias, jovencito. Y felicidades.
- Gracias, tenga muy buen día.
II.
El viernes salgo casi corriendo de la oficina: tengo que cruzar la mitad de la ciudad, no he comido y voy a una junta que terminó siendo de cualquier otra cosa menos de trabajo. Me siento, nuevamente, en el camión de transporte interno de esta Universidad; levanto The Scarlet Letter, y comienzo mi lectura. Un instante después, alguien se sienta a mi lado.
El hacinamiento en estos camiones es moneda corriente, así que uno se ve fácilmente distraído por tantas personas que mirar y tantas conversaciones que no se puede evitar escuchar. Hago como que no le estoy prestando atención a todo eso y me aferro a mi lectura. Sin embargo, ese alguien que se sienta a mi lado está meticheando en mi libro.
Hawthorne hace un comentario sardónico sobre los oficiales de aduanas de Salem, y sin empacho me río. La gente suele verme con rareza cuando hago eso, pero ¿qué corchos me importa que me vean raro si los chistes son rebuenos y a nadie hago daño con mi risa? El alguien se asoma inmediatamente a mi libro, como tratando de encontrar eso de lo que me río.
- Ése es un buen libro.
Levanto la mirada. Un chico negro me mira contento, y hasta sonriente. Su acento suena raro: especulo que es uno de los muchos estudiantes de intercambio que recibe la universidad.
- Supongo que sí.
- ¿Lo has leído antes?
- No, es la primera vez.
- Uff, entonces lo vas a disfrutar.
- ¿Hace cuánto lo leíste?
- En la secundaria, en mi país.
Quien haya conversado conmigo sabe que articulo terriblemente mal, con volumen bajo, un seseo involuntario (producto de un accidente social en mi casa, que me costó una golpiza maravillosa y por la que me quedó la mandíbula chueca; pero ésa es historia para otro momento). Lo más pertinente fue preguntarle si hablaba inglés -aunque eso yo ya lo sabía- y evitarle la pena de obligarle a entender mi español mordido.
- ¿De dónde vienes?
- De San Vicente, en el Caribe.
En adelante, la conversión giró en torno a su país y mis suposiciones de lo lindo que debe ser el rumbo (qué malditas ganas de pasar un tiempo allá); del carnaval, que inicia por estas fechas, y que nada tiene que ver con el de Brasil; del carnaval de las islas vecinas, que no le llegan ni a los tobillos al de San Vicente; de las constantes sugerencias de visitar San Vicente porque es un lugar maravilloso; de lo que hacía cada uno: él estudiante de relaciones ¿o comercio? internacional y yo editor.
- ¿Cómo me dijiste que te llamabas?
- Oliver.
- Yo soy Mark. Nos vemos, disfruta el libro.
- Seguro, buena tarde Mark.
III.
A ver, ahora que me digan que la lectura no sirve para relacionarse con los individuos y promueve el ostracismo...
El martes de la semana pasada, mientras esperaba el camión del transporte interno de la Universidad Nacional Autónoma de México -que muy cómodamente me deja casi en la puerta de entrada de mi oficina-, leía La narrativa de Arthur Gordon Pym de Nantucket. Perverso como pocas cosas, extraño como poquísimas, y ah, qué buen libro.
Siento a alguien acercarse a mí, se detiene a dos pasos, se asoma al forro del libro (me encanta cuando la gente metichea en mis libros). Una señora de cuarenta y algunos, muy sonriente, me mira con gusto.
- Vaya: alguien lee en este país.
- [risa algo nerviosa] Sí, algunos.
- Me da gusto. Una pregunta, ¿qué camión me deja en la Facultad de Medicina?
Le doy las explicaciones pertinentes y decide tomar otra ruta.
- Muchas gracias, jovencito. Y felicidades.
- Gracias, tenga muy buen día.
II.
El viernes salgo casi corriendo de la oficina: tengo que cruzar la mitad de la ciudad, no he comido y voy a una junta que terminó siendo de cualquier otra cosa menos de trabajo. Me siento, nuevamente, en el camión de transporte interno de esta Universidad; levanto The Scarlet Letter, y comienzo mi lectura. Un instante después, alguien se sienta a mi lado.
El hacinamiento en estos camiones es moneda corriente, así que uno se ve fácilmente distraído por tantas personas que mirar y tantas conversaciones que no se puede evitar escuchar. Hago como que no le estoy prestando atención a todo eso y me aferro a mi lectura. Sin embargo, ese alguien que se sienta a mi lado está meticheando en mi libro.
Hawthorne hace un comentario sardónico sobre los oficiales de aduanas de Salem, y sin empacho me río. La gente suele verme con rareza cuando hago eso, pero ¿qué corchos me importa que me vean raro si los chistes son rebuenos y a nadie hago daño con mi risa? El alguien se asoma inmediatamente a mi libro, como tratando de encontrar eso de lo que me río.
- Ése es un buen libro.
Levanto la mirada. Un chico negro me mira contento, y hasta sonriente. Su acento suena raro: especulo que es uno de los muchos estudiantes de intercambio que recibe la universidad.
- Supongo que sí.
- ¿Lo has leído antes?
- No, es la primera vez.
- Uff, entonces lo vas a disfrutar.
- ¿Hace cuánto lo leíste?
- En la secundaria, en mi país.
Quien haya conversado conmigo sabe que articulo terriblemente mal, con volumen bajo, un seseo involuntario (producto de un accidente social en mi casa, que me costó una golpiza maravillosa y por la que me quedó la mandíbula chueca; pero ésa es historia para otro momento). Lo más pertinente fue preguntarle si hablaba inglés -aunque eso yo ya lo sabía- y evitarle la pena de obligarle a entender mi español mordido.
- ¿De dónde vienes?
- De San Vicente, en el Caribe.
En adelante, la conversión giró en torno a su país y mis suposiciones de lo lindo que debe ser el rumbo (qué malditas ganas de pasar un tiempo allá); del carnaval, que inicia por estas fechas, y que nada tiene que ver con el de Brasil; del carnaval de las islas vecinas, que no le llegan ni a los tobillos al de San Vicente; de las constantes sugerencias de visitar San Vicente porque es un lugar maravilloso; de lo que hacía cada uno: él estudiante de relaciones ¿o comercio? internacional y yo editor.
- ¿Cómo me dijiste que te llamabas?
- Oliver.
- Yo soy Mark. Nos vemos, disfruta el libro.
- Seguro, buena tarde Mark.
III.
A ver, ahora que me digan que la lectura no sirve para relacionarse con los individuos y promueve el ostracismo...
4 comentarios:
La lectura como un instrumento de mundología (el "arte general del vivir", arte que supone el hacer buenas amistades).
Miller leía en el metro de NY con el objetivo de cazar "un buen polvo"... como diría él.
A mi sin embargo me amarga que me interrumpan, de hecho leo con el objetivo contrario, para que no me hablen en el transporte público o en una cafetería.
A la fecha la caza va a la baja, pero siempre queda la posibilidad (¿y la esperanza?).
Yo más bien leo para no hacer caso a las estupideces publicitarias del radio.
Què conversaciòn tan tonta!!!!!Entre Lactrodectus y Oliver, siendo el tema tan profundo y bueno. La lectura de un buen libro estes donde estes, te abre las puertas no ya del intelecto sino otras , como ser amistades, te saca del ostracismo, te enseña a pensar en el otro y eso de la caza es una soberana estupidez. Rosa
Ojo al III.
Mi manera de leer no necesariamente tiene que ser la de otros. Y me parece tanto más válida la posición y los fines de Latrodectus cuanto que yo tengo la mía.
Hay de todo en las viñas del señor.
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