miércoles, 10 de septiembre de 2008

Uno de los grandes asaltos verbales

Seamos gente y tengamos la cordialidad de recuperar la literatura. Disculparán el abandono y la miríada de divagaciones, pero bien saben (porque para estas alturas me conocen hasta la talla de zapato, estoy seguro) que tiendo a la indisciplina y la digresión, particularmente para conmigo mismo.
es una de mis más terribles envidias, y Thomas Bernhard un grande en mi panteón; para datos biográficos, sírvanse ejercer esa poderosa metichería suya... Contrario a las otras ocasiones en que he publicado mi opinión sobre un libro, esta vez me limito a copiar: no puedo decir mucho sin arruinarles un momento extraordinario, en tanto es cosa para experiencia y no para chisme. Así que dejen de hacer lo que sea que estén haciendo (y me importa un corcho que sean las cuatro de la mañana la hora en que estén leyendo esto), vayan a comprarlo (o róbenselo: recuerden a Darien) y sobrevívanlo.
La cuarta de forros tiene una sana advertencia: "Desde la primera frase [...] la cosa está clara: o bien dejamos el libro, o bien tomamos impulso para no detenernos hasta el final."; y para que no quepa duda, esa primera frase:
El Suizo y su compañera llegaron a casa del corredor de fincas Moritz precisamente cuando yo, por primera vez, no sólo trataba de describirle a Moritz y, en definitiva, explicarle científicamente los síntomas de mi enfermedad sentimental e intelectual, sino que había ido a casa de Moritz, probablemente la persona que en ese momento me estaba realmente más próxima, para volverle del revés, súbitamente y del modo más desconsiderado, la cara interna, no sólo enferma sino totalmente deformada ya por la enfermedad, de mi existencia, que hasta entonces sólo conocía él en un aspecto superficial que ya no le irritaba y, por tanto, en modo alguno le afectaba de modo inquietante y, simplemente por la inesperada brutalidad de mi experimento, por el hecho de que esa tarde, en un momento, descubrí y desvelé por completo lo que, en los diez años de mi relación y amistad con Moritz, le había ocultado, le había escondido siempre en definitiva, con sutileza matemática, y le había disimulado incesantemente y sin compasión por mí mismo a fin de no permitirle a él, Moritz, la menor idea de mi existencia, se había sentido profundamente horrorizado, pero yo no me había dejado cohibir lo más mínimo por ese horror suyo en mi mecanismo de revelación, por una vez puesto en marcha esa tarde de una forma vehemente y, lógicamente, condicionada también por el tiempo atmosférico, esa tarde, poco a poco, como si no tuviera otra elección, le había descubierto a Moritz, atacado por mí esa tarde, de forma totalmente inesperada, desde mi emboscada intelectual, todo lo que a mí se refería, descubierto todo lo que había que descubrir, desvelado todo lo que había que desvelar; durante toda la escena, como siempre, yo había estado sentado en el asiento del rincón situado frente a las dos ventanas, junto a la puerta de entrada del despacho de Moritz, el por mí llamado cuarto de los archivadores, mientras el propio Moritz, al fin y al cabo era ya finales de octubre, se sentaba frente a mí con su sobretodo de invierno de un gris ratón, quizá en ese momento ya en estado de embriaguez, no pude determinarlo exactamente en la oscuridad que había caído ya; yo no lo había perdido de vista a él durante todo el tiempo, era como si esa tarde, después de no haber estado desde hacía semanas en casa de Moritz y, de hecho, desde hacía semanas nada más que conmigo mismo, lo que quiere decir que había estado abandonado a mi propia mente y mi propio cuerpo un tiempo mucho más largo, aunque todavía no destructor de mis nervios, en la mayor concentración con respecto a todo, me hubiese decidido a todo lo que para mí había significado la salvación y, saliendo por fin de mi casa húmeda y fría y oscura, y atravesando el bosque espeso y sombrío, me hubiese precipitado sobre Moritz como sobre una víctima propiciatoria para, eso había pensado en el camino hacia la casa de Moritz, no dejarlo ya con mis revelaciones y por tanto, en realidad, inadmisibles ofensas, hasta haber alcanzado un grado soportable de alivio y, por tanto, haber descubierto y desvelado cuanto fuera posible de mi existencia, disimulada de él durante años.
Estaba a punto de meter mi cuchara (en la tercera de forros escribí algunas notas para el trabajo que tenía que entregar ese semestre, y hasta parecen inteligentes), pero no lo voy a hacer. Basta con que diga que este agresivo narrador se calma en el transcurso de la novela y la lectura regresa a lo posible, pero no por eso deja esa escritura obsesiva.
Aquí viene una confesión [sic]: me choca ver subrayados y marcas en los libros; me encabronaba sacar un libro de la biblioteca y encontrar párrafos y páginas enteras manchadas (porque no hay otro nombre) con marcatexto, ése de colores fosforescentes que agreden a simple vista. Sin embargo, suelo tomar nota al margen -obligatoriamente a lápiz- cuando un autor escribe sobre su idea de escritura o literatura. Cuando una idea así aparece en un libro como , es imperativo tomar nota:
Ahora [...] puedo hablar de la compañera del Suizo, o sea de la Persa, e intentar al menos conservar el recuerdo de ella, aunque sólo sea fragmentariamente y sólo en forma defectuosa y, como todo lo escrito, no pueda en lo más mínimo hacerse de forma acabada y completa, después de que tantos intentos como he hecho en los últimos tiempos han fracasado siempre. Sin embargo, todo lo que ha de escribirse debe empezarse siempre desde el principio e intentarse siempre de nuevo, hasta que por lo menos una vez se logra de forma aproximada aunque nunca satisfactoria. Y por inútil que sea, y por terrible y desesperado que sea, hay que probar siempre de nuevo cuando tenemos un tema que nos aflige siempre y siempre con la mayor obstinación y no nos deja ya en paz. Aun sabiendo que nada es seguro y que nada es completo, debemos, aun en medio de la mayor inseguridad y de las mayores dudas, comenzar y proseguir lo que nos hemos propuesto. Si siempre renunciamos antes de haber empezado, caemos en definitiva en la desesperación y en definitiva y finalmente no salimos ya de esa desesperación y estamos perdidos.
¿A alguien le queda alguna duda?

Bernhard, Thomas. . (trad. Miguel Sáenz [heroico]; prol. Juan Goytisolo) 4° ed. Anagrama: Barcelona, 1999.

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