martes, 10 de agosto de 2010

Geometría del discurso

Hace un par de semanas me dieron un ejemplar del número 99 (mayo-junio 2010) de la revista Tinta seca. Ahí se encuentra "Corregir lo incorregible" de Carlos López, que pretende defender el oficio del corrector frente al oficio mismo, los editores, los autores y demás especies dentro del proceso editorial.
Si bien es encomiable que se hagan estos esfuerzos y que se procure la dignidad del oficio, hay modos de hacerlo. Y el caso de este artículo no es el modo. "Si no fuera por el trabajo del corrector, las faltas se multiplicarían sin parar, navegaríamos en un mar de yerros, nos ahogaríamos en ellas. Pero aun así, es impresionante la cantidad de erratas y errores que se encuentra uno todos los días, en todos lados, a todas horas." De verdad que sí, Carlos: tan sólo en las cuatro páginas de tu texto encontré una cantidad infame.
El punto crucial, al margen de las traiciones lingüísticas y discursivas que pululan en esas cuatro páginas, está en otro lugar: "El corrector no sólo sabe las reglas del lenguaje; su acervo cultural es amplio, su conocimiento de las materias del saber es vasto." En lo ideal, sin duda; esto, sin embargo, no es moneda corriente. No sólo eso: en la práctica es de lo más inusual. Los correctores no sólo carecemos de un bagaje de conocimientos capaz de abarcar todos los temas que, en ocasiones, nos vemos obligados a leer, sino que tendemos a concentrarnos –por inercia y pragmatismo, hay que admitir– en alguna materia particular.
De un lado, no existe una especialización profesional en las distintas disciplinas donde la escritura nos requiere (e.g. legal, medicina, farmacéutica, ingeniería, y demás); del otro lado, no he conocido quien corrija con autoridad un texto médico y salte sin empacho o terror a uno de ingeniería mecánica. Las jergas son distintas y exigen un grado mínimo de conocimiento para encontrar los carices que les son particulares.
El corrector en este país, en otras palabras, es un individuo por lo regular atribulado, que duda de sí mismo y su trabajo por más que tenga vasta experiencia: siempre se pudo decir mejor y más limpiamente, siempre se pudo lograr más pulcritud, siempre se escapan la errata y el dato curioso, y ya no se puede hacer nada sobre el impreso.
Sí, hay que dignificar el oficio y hacernos del respeto de quienes publican (o sea, una abrumadora mayoría), pero también hay que considerar naturaleza y condición. Si el corrector no fuera ese ente atribulado que tiene la parte menos elegante y sexy de la cadena trófica editorial, si no viviera en una constante neurosis, en la búsqueda de la única expresión correcta, los textos no lograrían esa pulcritud que el lector deja de notar (nota los errores de la edición: un buen trabajo editorial es el que pasa desapercibido y deja que el texto se mantenga en el centro).
La verdadera labor del corrector es involucrarse con el texto que lee, aprehenderlo en todos sus sentidos posibles y sostener los que convienen. Un corrector, efectivamente, no se queda en la gramática, sino que se sumerge hasta la semántica y la fonética.
Nunca le mientas a alguien que hace análisis de discurso, no pretendas decirle verdades a medias, no intentes conservar oculto un significado, no escondas siquiera tu identidad: quien sabe leer es capaz de reconocer las aristas menores de un discurso particular.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola. Me encontré con tu blog mientras ejercía mi labor de corrector de estilo en un periódico digital del norte de México. Apoyo tus ideas porque a veces yo mismo siento que no hago mi labor como debería, creo que es precisamente por eso que tú dices: carezco de un gran bagaje cultural amplio y eso me limita.

Aun así, creo que la experiencia (único regalo del tiempo) y la conciencia de nuestro oficio nos darán un poco más de seguridad para ejercer nuestro oficio en el futuro.

Por cierto, me está encantando ese disco de Have a Nice Life proporcionado por tu dealer musical de gusto exquisito.

Saludos.


Otro

Julián Iriarte (bueno, ya: Oliver) dijo...

Desde mi experiencia, es una necesidad vital la falta de certeza. Pensando en el caso particular del oficio editorial, no hay nada más peligroso que la certeza de que se es un buen corrector: eventualmente eso se traduce en errores de muy diversa índole.
Por otro lado, podría presumir (y los amigos confirmar) que soy un manojo de datos curiosos y memoria voraz, que soy culto cultísimo. Sin embargo, estoy lejos de entender (no digamos dominar) los temas que corrijo. Entonces me queda la curiosidad como herramienta, y quizá desde ahí es que -al menos yo- construyo experiencia.
Disfruta el disco, y revisa el catálogo de todos ésos a quienes debo música.
Saludos