viernes, 11 de noviembre de 2011

Una pira roja

Sería una imprecisión decir que postergué la escritura de esta entrada de manera deliberada, cuando en realidad el motivo es que perdí capacidad, confianza, energía y una larga lista de otras cosas. Sin embargo, ya ha pasado suficiente tiempo desde que sucedió lo que narro a continuación; por tanto, cuanto se lea debiera ser exclusivamente lo que resulte relevante a la distancia.

I.
Un día recibo un correo electrónico del que otrora fuera el coordinador de publicaciones de un instituto de investigaciones jurídicas, corrector y editor muy disciplinado que cerró, si no mal recuerdo, cuarenta libros. "Te invito a un proyecto editorial muy bien pagado y en el que vas a aprender mucho." Lo que arrastra, entonces, es la vocación: apenas un mes ha me había enrolado en la empresa en la que ahora trabajo de nuevo como traductor. Y la sola mención de volver al oficio y cazarlo obliga a considerar poderosamente la posibilidad.
Algo debí presumir cuando mi nuevo jefe casi me exigió que me presentara al día siguiente, siendo que yo había marcado ya una fecha con la sola finalidad de entregar el trabajo en el que me encontraba y deslindarme de la empresa en los mejores términos posibles.

II.
Así pues, puse los pies en Bermellón Edición e Imagen, el despacho editorial que me reclutaba, bajo la dirección de Carlos Frank. Es cierto: es una impertinencia asentar nombres y señales, pero mi intención no es pudorosa, al menos no para con él. Pero saque el lector sus conclusiones y no me digan a mí incendiario sólo porque sí.
No supe qué publicaciones tendría a mi cargo sino hasta el día en que, decía, puse pies en Bermellón; entre ellas, el último informe de gobierno de Enrique Peña Nieto. Sólo entonces caí en cuenta del tremendo peso que me iba a echar a las espaldas, pero también del que pronto cobraría mi currículo.
En un inicio, si he de hacer honor a la verdad, parecía un encanto de trabajo: un cubículo a mi entera disposición, una ventana enmarcando una buganvilia, una higuera, un ciruelo y el resto del jardín, una Weimaraner de meses corriendo por la casa y recargando la cabeza en mi pierna. Eso más un sueldo nada despreciable, un proyecto enorme en puerta y gloria inmarcesible entre los correctores de estilo de lengua española.
Pero tan altas expectativas no pueden sostenerse mucho tiempo...

III.
–¿Sabes qué? Necesito que revises estas galeradas. El texto ya está corregido, nada más estamos buscando erratas.
Pero de pronto resulta que a esa corrección le falta para estar en galeras, y me encuentro con errores de muy diversa estampa, sin mencionar su correspondiente traducción al inglés: frente a mí tenía la memoria de quince años de trabajo en México de un laboratorio farmacéutico canadiense. Marco, disciplinado y serio, lo que encuentro, cosas de sustancia como la diferencia entre miles de millones y billones (que, por supuesto, en español no significan lo mismo que en inglés).
–Pero no, te dije que nada más estábamos buscando erratas. ¿De dónde sacaste eso de los billones?
Y contesto que ése es el uso correcto, que en inglés las fórmulas lingüísticas y las expresiones matemáticas se usan de otra manera.
–No. Los farmacéuticos son personas bien complejas. Necesito un algo [sic] para justificarlo.
–¿Algo más que el Diccionario de la Academia?
–No, necesito otra cosa. ¿Quién maneja índices macroeconómicos?
Y ahí voy a buscar un documento bilingüe del Banco Mundial en el que sea patente el cambio. Para ese momento ya estoy bufando: ya desde antes me había dado cuenta de que su inglés era precario, por decir lo menos. Le entrego, después de una hora de búsquedas, un texto que diga claro y en letrotas lo mismo que yo dije.
–No, esto no me sirve. Necesito otra cosa.
A partir de ese momento, el tercer día, consideré renunciar. ¿Por qué trabajar con un imbécil (y perdonarán si no guardo el apelativo, pero a la distancia se lo merece todavía) que no confía en mí y en mi trabajo? A partir de ese día, también, todo se fue oscureciendo.

IV.
Resumo porque esta entrada podría hacerse irrisoriamente larga, pero también podría enfrascarme de nuevo en el desprecio, la ira y la voluntad de quemar un edificio. Me hago ahora de un listado con fines ilustrativos; intento hacerlo parco y objetivo en sus descripciones, pero sé que tal es imposible: no hay modo de hablar de la experiencia sin pasar por la percepción personal, la selección del sintagma.
  • "Te doy el sueldo que te dan en la otra empresa, te cubro también las prestaciones de ley." Lo primero lo hizo; lo segundo se quedó en promesa. Aún me debe documentos fiscales.
  • Corregí varios originales cuando ya estaban formados; si eso no fuera disfuncional para con el proceso editorial, "corregir" no podía ir más allá de encontrar erratas, aun cuando el error semántico o gramatical fuera evidente.
  • Un día entregué las galeras de otro libro. Me pareció de tan pobre calidad que preferí que no me incluyeran en el directorio: el autor –funcionario público y responsable del libro que debe [sic] revolucionar la administración de los recursos hídricos de este país– se permitía citar a Drunvalo Melchizedek (sea el lector curioso y vea la magnificencia de la cita), Yahoo Respuestas, lapapa.com, el ministerio de educación primaria de Venezuela, entre muchos otros. ¿Mencioné que es un libro pagado con los impuestos de los mexiquenses y que tiene "rigor académico"?
  • "Circulea lo que te encuentres" [el poder de una cita textual...].
  • "Es que usas términos muy extraños, no te van a entender en el Estado."
  • "Saca un resumen de este cuadro [inversiones en infraestructura para escuelas públicas de los 125 municipios del Estado de México; ergo, unas 250 celdas] . Pero lo necesito ultrasintético como para que quepa en dos párrafos". Ese texto después se resumió de nuevo, y después desapareció y nunca se usó para absolutamente nada. Doce horas de trabajo.
  • El manual de estilo, "muy consolidado," tenía repeticiones y contradicciones diversas. Una de mis tareas fue ordenarlo y tratar de sacar algo en claro, así que puedo decir que lo conocía de cabo a rabo. Una tarde me llevé veinte minutos de regaños porque había cambiado el formato de unas cifras, siguiendo el criterio que asentaba el manual. "Te dije que con las cifras no nos metemos." Y a pesar de que le mostré el inciso y lo leí textual y defendí el manual, siguió el regaño otro rato, haciendo particular énfasis en mi falta de ética. Por lo demás, los criterios funcionaban más o menos con la misma constancia del tarot.
  • Las últimas cinco semanas trabajé de lunes a domingo, por lo menos diez horas diarias. La razón es que se encimó el informe del último año con una memoria de los seis años de gobierno de Peña Nieto; según el plan original, esa memoria tenía que estar lista antes de empezar con el informe, pero Carlos permitió todos los cambios que les venían en gana a los funcionarios mexiquenses, sin tomar él decisiones respecto a la edición. Contractura muscular de espalda completa, aumento de .75 dioptrías; sobra mencionar la extenuación.
  • Un domingo me pasé la mañana esperando a que me entregaran algo que hacer. A las cuatro de la tarde recibí unas ochenta cuartillas en papel. Para las ocho de la noche yo ya no podía leer, así que entregué las cuarenta que había trabajado; "te faltan éstas." Respondí que no podía ya, pero eso no era, ciertamente, del interés de Carlos, así que ese domingo leí hasta las once y media de la noche. A la mañana siguiente uno de mis compañeros me preguntó, más o menos con la misma furia que yo la noche anterior, si yo había trabajado esas páginas. "Sí, pero no están mis marcas: te dio el mismo original que a mí."
  • "Pues es que te da hueva. O sea, eres soberbio y arrogante, y prefieres estar viendo tus videítos que trabajar." Hay muchos calificativos que no puedo negar; soberbio sin duda es uno. Pero jamás huevón.
Para estos momentos he procurado olvidar las otras, pero se sobreentiende que son muchas más.

V.
Si me preguntaran, creo que la razón de tamaña falta de control radica en lo siguiente: el señor editor no es editor, aun cuando presuma tal, sino pintor y diseñador gráfico de formación. Sí, tiene dominio de los procesos de impresión y la diagramación editorial; sí, es muy consciente del aspecto visual que constituye a toda publicación (no, no me gusta cómo diseña); sí, carece de los conocimientos lingüísticos que sustentan el reconocimiento de una publicación de calidad; sí, padece de un ego titánico que le prohíbe a toda costa ver la realidad del trabajo de sus subordinados y confiar en él, y por ello releía y retocaba absolutamente todo lo que hacían absolutamente todos sus subordinados; sí, a cada revisión suya aparecían nuevos errores.
¿Debiera contemplar la situación con mirada salomónica, ahora que puedo verla a la distancia? Debiera, quizá, y agradecer lo que aprendí de dos extraordinarios correctores de vieja cepa que me hicieron ver que efectivamente tengo mucho por aprender. Por otra parte, me da mucho orgullo decir que soy casi treinta años menor que ellos, y sin embargo pudimos trabajar como pares y me gané su respeto; y en un entorno de rabioso canibalismo como es cualquier disciplina relacionada con el lenguaje, eso es un honor.
¿Por qué, entonces, levantar la pira y encender la hoguera? Por una parte es mi manera de desahogar por otra vía un enojo descomunal ante la falta de respeto y la ofensa; por otra, es una advertencia a cualquier corrector que pudiera, por un mal hado, caer en ese taller. Si los correctores de estilo han de tener algún reconocimiento un día es exigiendo lo que es suyo (y de cualquier otra persona): respeto a su persona y su trabajo.

2 comentarios:

Kenneth Moreno May dijo...

Hola Oliver, de nuevo leyendo tu Blog. Lo de Drunvalo Melchizedek es pra orinarse de la risa, si no fuera por el contexto....

Tu experiencia me recuerda una mía, pero eso es otro tema....

Julián Iriarte (bueno, ya: Oliver) dijo...

Leí con descrédito esa cita durante quizá media hora: sencillamente no sabía si cagarme de risa o rabiar o agarrar mis cosas y salir en ese instante de la oficina o qué.