Sería una imprecisión decir que postergué la escritura de esta entrada de manera deliberada, cuando en realidad el motivo es que perdí capacidad, confianza, energía y una larga lista de otras cosas. Sin embargo, ya ha pasado suficiente tiempo desde que sucedió lo que narro a continuación; por tanto, cuanto se lea debiera ser exclusivamente lo que resulte relevante a la distancia.
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viernes, 11 de noviembre de 2011
lunes, 11 de abril de 2011
El precio de las cosas
I.
[...] después de haber estado sentado unas cuatro horas con mi impresor para corregir las pruebas de una de mis obras, más tarde, cuando había salido de la imprenta, aún flotaban delante de mis ojos las imágenes de aquellos pequeños mecanismos a los que había mirado tan intensamente, e incluso durante la noche me parecía verlos.
–Bernardino Ramizzini (1700)
–Bernardino Ramizzini (1700)
Doy un ejemplo veloz: hace unos días me pidieron que corrigiera un texto cuyo lector final era el director de operaciones de importante empresa. Antes siquiera de terminar el primer párrafo tenía sobre las espaldas un sutil reclamo: "¿Sabes qué? Pasemos a lo que sigue porque ya tengo que enviar ese documento. Llevo prisa." Eso último quería decir que yo debía leer un documento de quizá tres cuartillas en siete minutos, reloj en mano.
Sin embargo, no tengo licencia para culparlo: distinto de un cirujano plástico, un violinista, un abogado o un contador, el corrector de estilo no se forma propiamente en una universidad y esencialmente pasa desapercibido en cualquier proceso del que forme parte. La corrección no constituye una profesión a la que aspiren los estudiantes (yo mismo despreciaba la idea de ser corrector cuando estaba en la carrera) y no hay "convenciones" socialmente establecidas en torno a ella, como la bata blanca o el traje inmaculado.
Las consecuencias de eso abarcan un espectro ridículo, desde quiénes son susceptibles de obtener un puesto de corrector –como egresados de literatura y ciencias de la comunicación o médicos (en el caso de la corrección de literatura médica) con experiencia editorial, en lugar de lingüistas, mucho mejor preparados para semejante tarea–, hasta quiénes deben asumir esa responsabilidad en una empresa: resulta que el copy en una agencia de publicidad es el encargado de corregir hasta las cartas del director, o periodistas y traductores deben corregirse a sí mismos. Y eso sin mencionar a la miriada de (hay que decirlo) charlatanes que aprietan un botón en Word y dicen que corrigieron el texto en cuestión; conocí dos, así que es honesta la frase.
II.
Entre los factores indispensables del mundo literario, ningúno [sic] tan poco apreciado generalmente como el corrector de pruebas, cuyos inestimables servicios debieran proclamarse diariamente para que, siendo conocidos, pudieran ser debidamente recompensados.
–Manuel Ossorio y Bernard (1880)
–Manuel Ossorio y Bernard (1880)
Pero eso agobia un poco menos que el tiempo del que dispone un corrector para hacer una lectura digna, o lo que pretenden pagarle por no poco esfuerzo. En México al menos, las tareas editoriales se tasan siguiendo los parámetros del Fondo de Cultura Económica; probablemente me traicione la memoria, pero en mi mente flotan $17 por cuartilla. El resto de las editoriales mantiene precios similares, a veces muy por debajo. En Porrúa ni siquiera leen originales y toda la corrección se hace sobre pruebas formadas.
El tiempo, por supuesto, es el gran látigo en las espaldas. Ya lo decía en el ejemplo del inicio, pero es recurrente, aún en empresas que conocen a fondo las implicaciones del proceso editorial (v.g. las editoriales mismas). Entonces un corrector tiene doscientas cuartillas sentadas en la mesa, y tres días montados sobre las espaldas: no hay café que te permita atrapar al vuelo las erratas más evidentes si el día ha durado más de doce horas.
III.
¿En qué consiste, ya para ponernos de acuerdo, una corrección de estilo? Por principio de cuentas, el corrector está justo en el punto donde se cruza el fuego del autor, el lector y el texto: no es solamente cazar errores gramaticales y ortográficos fusil en mano (el texto), sino comprender el mensaje original (el autor) y asegurarse de que sea claro y transmisible (el lector). Más todavía, tiene que conocer al lector potencial del texto –de definición mucho menos precisa que el lector ideal– y apegarse a los términos que le son familiares.
Por supuesto, gramática, ortografía, sintaxis; pero también sentido. En la semántica se nos queman las espaldas, pues de pronto resulta que la última afirmación traiciona el sentido del párrafo entero. Un corrector disciplinado, por regla general, pasa más tiempo en textos periféricos que en el texto que va a entregar.
IV.
Encima de eso, hay una sensación oscura de que la competencia es feroz y deshonesta. Pero entonces caemos en un círculo vicioso: si no especifico en qué consiste mi trabajo y cuánto cuesta, a menos de que me pidan una cotización, entonces mantengo a raya a mi competencia. Y mis clientes potenciales tampoco conocen los pormenores de lo que hago, y nadie sabe reconocer un trabajo bien hecho, correctamente tasado.
V.
Ninguno hay que no pueda ser maestro de otro en algo.
–Baltasar Gracián (1657)
Por todo lo anterior, así aparece una nueva etiqueta en este blog, y una sección en la columna de la derecha. Y para dar en mano:–Baltasar Gracián (1657)
- Corrección de estilo (originales): $55 - $80
- Corrección de pruebas formadas (digital): $45
- Corrección sobre pruebas de impresión: $50
- Corrección de estilo en inglés: $90 - $110
- Traducción: $140 - $220
Quede en defensa de las mejores prácticas (disculparán, pero a últimas fechas la jerga del mercadólogo es moneda corriente).
*Algunos de los epígrafes que aquí se leen fueron tomados de Libros y Bitios (de varias entradas, así que pueden tomarse el gusto de repasarlo a fondo).
viernes, 30 de abril de 2010
Manual pedagógico para un corrector
(No me queda muy en claro por qué no publiqué esto acá… Pero siempre hay tiempo para enmendar [ciertos] errores.)
Es sabido que los correctores de estilo son personas taimadas y carentes de escrúpulos que reiteradamente ponen en evidencia las incapacidades lingüísticas de los autores, pecado grave como otro ninguno. Sin embargo, cabe preguntarse –en atención a tan recurrente y aparentemente inevitable condición suya– los motivos por los que se vuelcan a estos malos vicios, a prácticas tan indecorosas que cualquier individuo de formación y buena cuna encontraría vergonzosas.
La respuesta –evidente, incontrovertible, casi una perogrullada– no radica en ellos mismos, sino en su entorno: comprobando la filosofía de Rousseau, es la editorial la que pervierte la natural bondad de sus empeños.
¿Cómo remediar el mal que causan estos nefandos personajes del universo editorial? Por medio de la educación: una casi sentimental, consistente en hacer responsable al corrector de sus propios actos a fin de que los autores no tengan que sufrir su pedantería.
Este escrito, que atenta y rabiosamente lees, corrector, es más para nuestro beneficio que el tuyo, así que atiende:
• Analiza la editorial a la que pretendes adherirte: ¿es una editorial? ¿O es la división tácita de ventas al servicio del resto del corporativo, o capricho de un Dr. en gastronomía para concertar intercambios con restaurantes de otra alcurnia?
• Analiza al personal de la editorial: ¿son profesionales de la edición con experiencia en el ramo, o licenciados haciendo un servicio social de largo aliento, o especialistas en la materia de trabajo de la publicación en cuestión, pero con profundas lagunas de lenguaje y capacidad de análisis?
• ¿Existe un proceso para seleccionar al personal? ¿Las plazas se postulan a concurso?
• ¿La editorial a la que te adscribes cuenta con una estructura de trabajo y respeta sus procesos de edición? ¿Cuenta con un calendario de trabajo? ¿Atiende puntualmente, o al menos en la medida de lo posible, las fechas estipuladas?
• ¿Es pertinente que la editorial cuente con un manual de estilo? Cabría preguntar si debiera tener un kit de prensa y ventas, pero no es tu responsabilidad supervisar los ingresos derivados de la venta de espacios publicitarios.
• ¿Tiene la editorial un modelo de negocios que le permita solventar su existencia? ¿Es sustentable económicamente? ¿O padece de la ubicua enfermedad de subsistir al día?
• ¿Entienden las cabezas de la editorial que hay otras oportunidades y necesidades de publicación distintas al papel? ¿Conocen y entienden la dinámica de los medios electrónicos? ¿Han planeado la migración o coexistencia de las publicaciones digitales con las físicas? ¿No?
• ¿Están al día con las nuevas herramientas de publicación y gestión editorial?
• ¿Conoce la editorial para quién publica, quién es su lector modelo (por no decir el real)?
• ¿El personal que labora en la publicación es suficiente y cubre las necesidades de ésta?
• ¿El personal conoce el tren de trabajo y comunicación al que deben atenerse? ¿Queda claro a quién debes reportar tus actividades, quién evalúa tus correcciones, quién está autorizado para emitir indicaciones y recomendaciones?
• ¿Están delimitadas las actividades y alcances de cada actor del proceso editorial?
• ¿Llegaste o te buscaron?
• ¿Recibes queja de tu trabajo, o sólo de tu taimada y ofensiva personalidad y carácter hosco, propios de una ardilla de biblioteca con tendencias obsesivas a la lectura y la irrestricta observación a las reglas ortográficas y gramaticales y el sentido común?
Por una cultura editorial que procure su salud y la de los miembros a quienes bajo su guarda cobija.
Es sabido que los correctores de estilo son personas taimadas y carentes de escrúpulos que reiteradamente ponen en evidencia las incapacidades lingüísticas de los autores, pecado grave como otro ninguno. Sin embargo, cabe preguntarse –en atención a tan recurrente y aparentemente inevitable condición suya– los motivos por los que se vuelcan a estos malos vicios, a prácticas tan indecorosas que cualquier individuo de formación y buena cuna encontraría vergonzosas.
La respuesta –evidente, incontrovertible, casi una perogrullada– no radica en ellos mismos, sino en su entorno: comprobando la filosofía de Rousseau, es la editorial la que pervierte la natural bondad de sus empeños.
¿Cómo remediar el mal que causan estos nefandos personajes del universo editorial? Por medio de la educación: una casi sentimental, consistente en hacer responsable al corrector de sus propios actos a fin de que los autores no tengan que sufrir su pedantería.
Este escrito, que atenta y rabiosamente lees, corrector, es más para nuestro beneficio que el tuyo, así que atiende:
• Analiza la editorial a la que pretendes adherirte: ¿es una editorial? ¿O es la división tácita de ventas al servicio del resto del corporativo, o capricho de un Dr. en gastronomía para concertar intercambios con restaurantes de otra alcurnia?
• Analiza al personal de la editorial: ¿son profesionales de la edición con experiencia en el ramo, o licenciados haciendo un servicio social de largo aliento, o especialistas en la materia de trabajo de la publicación en cuestión, pero con profundas lagunas de lenguaje y capacidad de análisis?
• ¿Existe un proceso para seleccionar al personal? ¿Las plazas se postulan a concurso?
• ¿La editorial a la que te adscribes cuenta con una estructura de trabajo y respeta sus procesos de edición? ¿Cuenta con un calendario de trabajo? ¿Atiende puntualmente, o al menos en la medida de lo posible, las fechas estipuladas?
• ¿Es pertinente que la editorial cuente con un manual de estilo? Cabría preguntar si debiera tener un kit de prensa y ventas, pero no es tu responsabilidad supervisar los ingresos derivados de la venta de espacios publicitarios.
• ¿Tiene la editorial un modelo de negocios que le permita solventar su existencia? ¿Es sustentable económicamente? ¿O padece de la ubicua enfermedad de subsistir al día?
• ¿Entienden las cabezas de la editorial que hay otras oportunidades y necesidades de publicación distintas al papel? ¿Conocen y entienden la dinámica de los medios electrónicos? ¿Han planeado la migración o coexistencia de las publicaciones digitales con las físicas? ¿No?
• ¿Están al día con las nuevas herramientas de publicación y gestión editorial?
• ¿Conoce la editorial para quién publica, quién es su lector modelo (por no decir el real)?
• ¿El personal que labora en la publicación es suficiente y cubre las necesidades de ésta?
• ¿El personal conoce el tren de trabajo y comunicación al que deben atenerse? ¿Queda claro a quién debes reportar tus actividades, quién evalúa tus correcciones, quién está autorizado para emitir indicaciones y recomendaciones?
• ¿Están delimitadas las actividades y alcances de cada actor del proceso editorial?
• ¿Llegaste o te buscaron?
• ¿Recibes queja de tu trabajo, o sólo de tu taimada y ofensiva personalidad y carácter hosco, propios de una ardilla de biblioteca con tendencias obsesivas a la lectura y la irrestricta observación a las reglas ortográficas y gramaticales y el sentido común?
Por una cultura editorial que procure su salud y la de los miembros a quienes bajo su guarda cobija.
viernes, 30 de octubre de 2009
Razones para no casarse con un/a corrector/a
• Es obsesivo/a-compulsivo/a y necio/a hasta el hartazgo (el tuyo).
• Quiere trabajar en todas las editoriales del país porque sólo así se publicarían libros, revistas, periódicos y sitios de internet escritos en correcto español.
• Es tu único contacto en MSN que usa mayúsculas y acentos, jamás usa contracciones, no sabe qué es un emoticon e invariablemente te corrige cuando escribes algo mal.
• Si por casualidad dices algo mal, supongamos “mas sin embargo”, inmediatamente levanta la ceja y te mira con algo muy parecido al desprecio.
• Si le dejas una notita de amor pegada en el refrigerador, te la vas a encontrar con garabatos rojos cuando regreses, y encima se va a burlar de ti: “Gracias hamor [sic], eres un/a lindo/a.”
• Dos terceras partes del día las pasa de mal humor y gruñendo porque un autor no sabe usar acentos diacríticos; una fracción la gruñe durante el sueño.
• Le tiene más fe al diccionario de la Real Academia Española que a ti.
• Sabe que existen el Diccionario Panhispánico de Dudas, el Corpus de Referencia del Español Actual y el Corpus Diacrónico del Español, pero no sabe cuándo es tu cumpleaños.
• Aun cuando encontraras un error de ortografía en un texto suyo —como a cualquiera puede sucederle—, encontrará la manera de justificarlo según alguna etimología perdida.
• Posiblemente padece esquizofrenia o sencillamente no tiene gusto literario, pues lo mismo lee panfletos publicitarios que reportes técnicos y artículos científicos.
• Si por casualidad te deja a ti una notita de amor en el refrigerador, en el bote de la basura vas a encontrar —al menos— tres borradores que dicen casi lo mismo.
• Es el/la único/a idiota en la Tierra que sigue usando la diagonal y el sufijo de género, siendo que hay maneras más sencillas de hacerlo, ¿verdad, chic@s?
• Sabe qué es un sufijo y un objeto circunstancial de lugar, pero jamás sabrá explicarte para qué sirven.
• Es más arrogante que necio/a (y ésas son palabras mayores).
• Cuando te manda mensajitos por el celular, a veces necesita tres porque insiste (decíamos que son necios/as) en escribir TODAS las palabras con TODAS sus letras.
• El día en que decida divorciarse de ti (si no lo has hecho tú primero), vas a encontrar una muy extensa carta en la mesa de la cocina, con tal cantidad de rayones y garabatos que no te será claro si te está pidiendo el divorcio o si prefiere que compres otra marca de cereal.
• Enviarte un simple correo le toma un tiempo absurdo: si no lo lee por lo menos tres veces (una lectura de originales, otra de primeras pruebas y la de pruebas finas), no está satisfecho.
• Vive en un estado de paranoia sostenida e invariablemente piensa que se le pasaron varios errores en los textos que entrega.
• Todos, absolutamente todos los libros y revistas de la casa van a tener rayones.
• Antes de haber ordenado siquiera en el restaurante al que te llevó a cenar, la carta habrá sido víctima suya.
• No hay aplicación de Facebook a la que no le ponga reparo o artículo de Wikipedia que no anote en su lista de pendientes.
• Su mejor piropo: "eres más lindo/a que el deleátur."
• Quiere trabajar en todas las editoriales del país porque sólo así se publicarían libros, revistas, periódicos y sitios de internet escritos en correcto español.
• Es tu único contacto en MSN que usa mayúsculas y acentos, jamás usa contracciones, no sabe qué es un emoticon e invariablemente te corrige cuando escribes algo mal.
• Si por casualidad dices algo mal, supongamos “mas sin embargo”, inmediatamente levanta la ceja y te mira con algo muy parecido al desprecio.
• Si le dejas una notita de amor pegada en el refrigerador, te la vas a encontrar con garabatos rojos cuando regreses, y encima se va a burlar de ti: “Gracias hamor [sic], eres un/a lindo/a.”
• Dos terceras partes del día las pasa de mal humor y gruñendo porque un autor no sabe usar acentos diacríticos; una fracción la gruñe durante el sueño.
• Le tiene más fe al diccionario de la Real Academia Española que a ti.
• Sabe que existen el Diccionario Panhispánico de Dudas, el Corpus de Referencia del Español Actual y el Corpus Diacrónico del Español, pero no sabe cuándo es tu cumpleaños.
• Aun cuando encontraras un error de ortografía en un texto suyo —como a cualquiera puede sucederle—, encontrará la manera de justificarlo según alguna etimología perdida.
• Posiblemente padece esquizofrenia o sencillamente no tiene gusto literario, pues lo mismo lee panfletos publicitarios que reportes técnicos y artículos científicos.
• Si por casualidad te deja a ti una notita de amor en el refrigerador, en el bote de la basura vas a encontrar —al menos— tres borradores que dicen casi lo mismo.
• Es el/la único/a idiota en la Tierra que sigue usando la diagonal y el sufijo de género, siendo que hay maneras más sencillas de hacerlo, ¿verdad, chic@s?
• Sabe qué es un sufijo y un objeto circunstancial de lugar, pero jamás sabrá explicarte para qué sirven.
• Es más arrogante que necio/a (y ésas son palabras mayores).
• Cuando te manda mensajitos por el celular, a veces necesita tres porque insiste (decíamos que son necios/as) en escribir TODAS las palabras con TODAS sus letras.
• El día en que decida divorciarse de ti (si no lo has hecho tú primero), vas a encontrar una muy extensa carta en la mesa de la cocina, con tal cantidad de rayones y garabatos que no te será claro si te está pidiendo el divorcio o si prefiere que compres otra marca de cereal.
• Enviarte un simple correo le toma un tiempo absurdo: si no lo lee por lo menos tres veces (una lectura de originales, otra de primeras pruebas y la de pruebas finas), no está satisfecho.
• Vive en un estado de paranoia sostenida e invariablemente piensa que se le pasaron varios errores en los textos que entrega.
• Todos, absolutamente todos los libros y revistas de la casa van a tener rayones.
• Antes de haber ordenado siquiera en el restaurante al que te llevó a cenar, la carta habrá sido víctima suya.
• No hay aplicación de Facebook a la que no le ponga reparo o artículo de Wikipedia que no anote en su lista de pendientes.
• Su mejor piropo: "eres más lindo/a que el deleátur."
martes, 9 de junio de 2009
Manual de abuso de un corrector
Desesperar a un corrector de estilo es una de las tareas más naturales –y probablemente nobles– que pueda llevar a cabo un autor, al cual se le reconoce como la figura responsable y absoluta detrás de la creación de un texto, sin importar el tema, tipo o género en el que esté escrito.
Por supuesto, un corrector no es pieza fundamental en el proceso editorial: más propiamente dicho, es trámite y tradición estorbosa que sólo consume el presupuesto de la editorial, y por ende el del autor. Vamos: Word ya incluye la función de corrección ortográfica y gramatical; ¿para qué perder tiempo con un paso adicional en la edición? Puede tener por seguro que la participación del corrector no es indispensable para que usted publique un texto. Pero si –para su mala fortuna– la editorial a la que recurrió todavía está chapada a la antigua y le piden que corrija sus textos antes de enviarlos para publicación, tenga a bien seguir paso a paso las siguientes indicaciones:
• No está obligado a leer su texto antes de remitirlo al corrector: todos ellos están capacitados para entender lo que usted quiere decir. Si no sabe interpretar la ausencia o exceso de preposiciones, verbos, adverbios y signos de puntuación, o si no entiende la importancia que el texto completo sea un único párrafo u oración de corrido, entonces es un mal corrector.
• En cuanto contacte al corrector, exprese su desconcierto: no entiende por qué lo obligan a corregir el texto si usted hasta tiene un libro con todas las reglas ortográficas.
• Pídale referencias: dónde vive, con quién ha trabajado, cuántos años tiene, por qué trabaja como corrector, dos números de teléfono donde localizarlo y una cuenta bancaria. Los correctores son personas taimadas que suelen abusar de la confianza de sus clientes: tome todas las precauciones posibles.
• Nunca acepte la primera cotización que le presente: es bien sabido que todos tienen algo de comerciante árabe y les gusta rebajar sus precios. Regatee todo lo posible. Insista, particularmente, en que le parece un precio excesivo: ¿desde cuándo se cobra, y tanto, por leer?
• Concuerde con el corrector en cuanto a la necesidad de hacer los cambios necesarios, pero exíjale que sean los menos posibles (doce es un buen número); de excederse, niéguese categóricamente a pagar el precio estipulado: la integridad de sus escritos está primero.
• Pregúntele todos los días cuándo planea terminar. Después de todo, a un ocioso como él, que se pasa el día leyendo, seguramente le sobra el tiempo.
• Una semana después de que reciba el texto corregido –o en su defecto, un día antes de que termine el plazo de revisiones–, devuélvalo sin haberlo leído y dígale al corrector que no entiende nada de lo que hizo y no sabe por qué llenó de garabatos las páginas.
• En respuesta, el corrector seguramente le enviará un largo texto (que no tiene por qué leer: usted sabe que el corrector ortográfico de Word es más eficiente que ese señor que se vio obligado a contratar) detallando punto por punto todas las marcas que hizo. Conteste con tono malhumorado que tiene que revisar a detalle el documento, y que pronto lo contactará usted mismo para preguntar lo necesario, o que quizá lo hagan sus abogados.
• Ponga a su gato a teclear en el texto a su gusto y rechace los cambios que le indique; después pregúntele al corrector por qué insiste en modificar algo que no tiene errores.
• Exceda el periodo de revisiones y hágale observaciones sobre los muchos errores que cometió. Sin embargo, sea magnánimo: usted –a diferencia de él– no tiene mal corazón y puede perdonar las faltas ajenas, así que sólo exigirá 35 % de descuento; prometa no demandar al susodicho.
• Terminada la labor, agradezca a su corrector y enfatice la utilidad de las nuevas funciones de Word.
• Es muy recomendable contactar al corrector una semana después con la solicitud de cotización de un textito de unas ocho páginas; no especifique cantidad de palabras ni caracteres, mucho menos envíe una copia del documento. Si el corrector respinga, busque otro y repita todos los pasos anteriores.
Por una cultura editorial y una sociedad libres de este lastre.
Por supuesto, un corrector no es pieza fundamental en el proceso editorial: más propiamente dicho, es trámite y tradición estorbosa que sólo consume el presupuesto de la editorial, y por ende el del autor. Vamos: Word ya incluye la función de corrección ortográfica y gramatical; ¿para qué perder tiempo con un paso adicional en la edición? Puede tener por seguro que la participación del corrector no es indispensable para que usted publique un texto. Pero si –para su mala fortuna– la editorial a la que recurrió todavía está chapada a la antigua y le piden que corrija sus textos antes de enviarlos para publicación, tenga a bien seguir paso a paso las siguientes indicaciones:
• No está obligado a leer su texto antes de remitirlo al corrector: todos ellos están capacitados para entender lo que usted quiere decir. Si no sabe interpretar la ausencia o exceso de preposiciones, verbos, adverbios y signos de puntuación, o si no entiende la importancia que el texto completo sea un único párrafo u oración de corrido, entonces es un mal corrector.
• En cuanto contacte al corrector, exprese su desconcierto: no entiende por qué lo obligan a corregir el texto si usted hasta tiene un libro con todas las reglas ortográficas.
• Pídale referencias: dónde vive, con quién ha trabajado, cuántos años tiene, por qué trabaja como corrector, dos números de teléfono donde localizarlo y una cuenta bancaria. Los correctores son personas taimadas que suelen abusar de la confianza de sus clientes: tome todas las precauciones posibles.
• Nunca acepte la primera cotización que le presente: es bien sabido que todos tienen algo de comerciante árabe y les gusta rebajar sus precios. Regatee todo lo posible. Insista, particularmente, en que le parece un precio excesivo: ¿desde cuándo se cobra, y tanto, por leer?
• Concuerde con el corrector en cuanto a la necesidad de hacer los cambios necesarios, pero exíjale que sean los menos posibles (doce es un buen número); de excederse, niéguese categóricamente a pagar el precio estipulado: la integridad de sus escritos está primero.
• Pregúntele todos los días cuándo planea terminar. Después de todo, a un ocioso como él, que se pasa el día leyendo, seguramente le sobra el tiempo.
• Una semana después de que reciba el texto corregido –o en su defecto, un día antes de que termine el plazo de revisiones–, devuélvalo sin haberlo leído y dígale al corrector que no entiende nada de lo que hizo y no sabe por qué llenó de garabatos las páginas.
• En respuesta, el corrector seguramente le enviará un largo texto (que no tiene por qué leer: usted sabe que el corrector ortográfico de Word es más eficiente que ese señor que se vio obligado a contratar) detallando punto por punto todas las marcas que hizo. Conteste con tono malhumorado que tiene que revisar a detalle el documento, y que pronto lo contactará usted mismo para preguntar lo necesario, o que quizá lo hagan sus abogados.
• Ponga a su gato a teclear en el texto a su gusto y rechace los cambios que le indique; después pregúntele al corrector por qué insiste en modificar algo que no tiene errores.
• Exceda el periodo de revisiones y hágale observaciones sobre los muchos errores que cometió. Sin embargo, sea magnánimo: usted –a diferencia de él– no tiene mal corazón y puede perdonar las faltas ajenas, así que sólo exigirá 35 % de descuento; prometa no demandar al susodicho.
• Terminada la labor, agradezca a su corrector y enfatice la utilidad de las nuevas funciones de Word.
• Es muy recomendable contactar al corrector una semana después con la solicitud de cotización de un textito de unas ocho páginas; no especifique cantidad de palabras ni caracteres, mucho menos envíe una copia del documento. Si el corrector respinga, busque otro y repita todos los pasos anteriores.
Por una cultura editorial y una sociedad libres de este lastre.
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