Viernes por la noche. Cena oaxaqueña en el que se ha convertido en mi hábito de viernes por la noche. Después de meses de no ver a las amigas, las llevo conmigo y cenamos todos juntos. Carta comodín que supone riesgo a cada ocasión: el novio sueco de una, al que le caben cantidades infames de alcohol.
Y a'i va uno a acompañarlos en la cena, y en los tragos. Y pasan las horas. ¿Siete? cervezas y ¿cuatro? mezcales después, penosamente traicionado por los segundos (a tan grave nivel que no sé si eché a perder un proyecto).
Son más de las dos de la mañana; tengo que estar en mis cinco o lo más cercano a las ocho de la mañana. Tomo un taxi; por la distancia, esperaría una cuota de quince pesos, cuando mucho, de día. Pero conozco de sobra los abusos que se permiten los taxistas en esta ciudad pasadas las once de la noche.
– ¿Y cuánto va a ser?
– Cuarenta pesos.
– Seguro… Déjame aquí.
– Acá son quince pesos.
Saco una moneda de diez: "y di que te fue bien".
Ufano salta el taxista y me exige que le pague completo. Me rehúso a permitir el abuso. Me amenaza con partirme mi madre [sic] si no hago caso. Me amenaza con parar una patrulla. "Para la patrulla, entonces. Pero no esperes ni por accidente que te pague."
– Mira cabrón: a mí no me gritas.
– Ni estoy gritando, ni permito que TÚ me grites a mí. Para la patrulla.
Y en efecto: cinco minutos después, la patrulla se detiene. Sin esperar explicaciones, dos imbéciles me empujan, gritándome que me van a llevar a la delegación.
– Entiende cabrón: estás borracho.
– ¿Y dónde dice que es un delito caminar borracho por la calle? Podría estar ahogado y ustedes no tienen motivo para llevarme a la delegación. O muéstreme el reglamento o la ley donde dice que es un delito.
– Que te lo muestre el juez cívico –y comienzan de nuevo los empujones y tirones: un oficial me empuja para meterme a la patrulla, el otro me tira de la pretina del pantalón, por la espalda. Sigo sorprendido que entre esos dos no pudieran meterme, a mis 46 kilos de masa corporal, a una patrulla a punta de agresiones. Y entre manazos y tirones, comienzan los gritos.
– No me grites, cabrón, que te va peor.
– Bueno, ya, joder: ¿quieren que le pague a ese cabrón?
– Pero no lo insulte, joven. Tratémonos con respeto.
Mejor me guardo el comentario, antes de reventarlos a los tres. Los policías se reparten el título de policía bueno / policía malo; juego con ellos, no en su juego, así que callo a éste, luego callo a aquél, luego los callo a los dos, luego me permito hablarles de usted a los tres.
– ¿Qué lee, joven?
– Obras selectas de Alejo Carpentier –y levanto el mamotreto de ochocientas páginas a altura suficiente para que lea la tapa–: extraordinario libro, se lo recomiendo.
Me mira con cara de consternación, se miran entre ellos con incredulidad. "Disculparán los señores, pero soy literato. Yo sí leo."
– Bueno, pero págale al señor o nos vamos a la delegación.
– Está bien, está bien. A ver, tú, cabrón: ven para acá.
Meto la mano en el bolsillo y rebusco una moneda de cinco pesos. "Toma, lo que me faltaba."
– Pero el taxímetro está corriendo.
– No cuando yo me subí, así que no es mi cuota. Me dijiste que quince pesos aquí: esos cinco más los diez que te di, ya no te debo nada.
Los tres me miran con una incredulidad que casi me hace estallar en carcajadas ahí mismo.
– Con su permiso, señores: me voy a mi casa.
El resto del camino, apenas quince minutos a pie, no puedo contener las carcajadas. Creo que mis vecinos me escucharon subir las escaleras. El respeto, eso lo sabemos hace mucho, se gana.
Y a'i va uno a acompañarlos en la cena, y en los tragos. Y pasan las horas. ¿Siete? cervezas y ¿cuatro? mezcales después, penosamente traicionado por los segundos (a tan grave nivel que no sé si eché a perder un proyecto).
Son más de las dos de la mañana; tengo que estar en mis cinco o lo más cercano a las ocho de la mañana. Tomo un taxi; por la distancia, esperaría una cuota de quince pesos, cuando mucho, de día. Pero conozco de sobra los abusos que se permiten los taxistas en esta ciudad pasadas las once de la noche.
– ¿Y cuánto va a ser?
– Cuarenta pesos.
– Seguro… Déjame aquí.
– Acá son quince pesos.
Saco una moneda de diez: "y di que te fue bien".
Ufano salta el taxista y me exige que le pague completo. Me rehúso a permitir el abuso. Me amenaza con partirme mi madre [sic] si no hago caso. Me amenaza con parar una patrulla. "Para la patrulla, entonces. Pero no esperes ni por accidente que te pague."
– Mira cabrón: a mí no me gritas.
– Ni estoy gritando, ni permito que TÚ me grites a mí. Para la patrulla.
Y en efecto: cinco minutos después, la patrulla se detiene. Sin esperar explicaciones, dos imbéciles me empujan, gritándome que me van a llevar a la delegación.
– Entiende cabrón: estás borracho.
– ¿Y dónde dice que es un delito caminar borracho por la calle? Podría estar ahogado y ustedes no tienen motivo para llevarme a la delegación. O muéstreme el reglamento o la ley donde dice que es un delito.
– Que te lo muestre el juez cívico –y comienzan de nuevo los empujones y tirones: un oficial me empuja para meterme a la patrulla, el otro me tira de la pretina del pantalón, por la espalda. Sigo sorprendido que entre esos dos no pudieran meterme, a mis 46 kilos de masa corporal, a una patrulla a punta de agresiones. Y entre manazos y tirones, comienzan los gritos.
– No me grites, cabrón, que te va peor.
– Bueno, ya, joder: ¿quieren que le pague a ese cabrón?
– Pero no lo insulte, joven. Tratémonos con respeto.
Mejor me guardo el comentario, antes de reventarlos a los tres. Los policías se reparten el título de policía bueno / policía malo; juego con ellos, no en su juego, así que callo a éste, luego callo a aquél, luego los callo a los dos, luego me permito hablarles de usted a los tres.
– ¿Qué lee, joven?
– Obras selectas de Alejo Carpentier –y levanto el mamotreto de ochocientas páginas a altura suficiente para que lea la tapa–: extraordinario libro, se lo recomiendo.
Me mira con cara de consternación, se miran entre ellos con incredulidad. "Disculparán los señores, pero soy literato. Yo sí leo."
– Bueno, pero págale al señor o nos vamos a la delegación.
– Está bien, está bien. A ver, tú, cabrón: ven para acá.
Meto la mano en el bolsillo y rebusco una moneda de cinco pesos. "Toma, lo que me faltaba."
– Pero el taxímetro está corriendo.
– No cuando yo me subí, así que no es mi cuota. Me dijiste que quince pesos aquí: esos cinco más los diez que te di, ya no te debo nada.
Los tres me miran con una incredulidad que casi me hace estallar en carcajadas ahí mismo.
– Con su permiso, señores: me voy a mi casa.
El resto del camino, apenas quince minutos a pie, no puedo contener las carcajadas. Creo que mis vecinos me escucharon subir las escaleras. El respeto, eso lo sabemos hace mucho, se gana.
4 comentarios:
A tu salud, una historia urbana con mucho sentido literario.
¿Pues cómo es posible que un taxi cobre 15 pesos? Ese es un dato que resulta increíble.
Si consideramos que no estuve ni tres minutos ahí metido, me cae que no es increíble: es exorbitante.
Pero a usté ¿qué no le ha pasado, pues?
Abrazos
Buena pregunta… Haré una consideración somera del asunto.
Lo que sí sé es que segurito, cualquier día de éstos, me va a pasar otra curiosidad.
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