martes, 15 de junio de 2010

El corazón de la selva

Un músico esencialmente ha vaciado su vida: figura prometedora de la musicología, su última composición –si bien soberbia a decir de los amigos, grandilocuentes aduladores– ha servido para musicalizar un comercial. Su esposa ahora le es desconocida, pues su carrera como actriz, representando el mismo papel noche tras noche, hace imposible que tengan una vida juntos. Su amante es veleidosa, superficial, inestable: la vida que la circunda –y por extensión a él– es aterradoramente obtusa, acrítica, autoindulgente, incapaz de construir un discurso propio, repitiendo sordamente uno harto gastado.
Dado una oportunidad para recuperar algo de lo que le fuera valioso en otro tiempo, acepta por inercia la encomienda de adentrarse en la selva amazónica para localizar un conjunto de instrumentos musicales que podrían redefinir las nociones aceptadas en la academia musical. Pero a cuestas lleva el fardo de esa amante suya, con su humor demasiado parisino, sus costumbres muy civilizadas, su gusto en exceso refinado para un entorno agreste como las convulsas ciudades sudamericanas y los lindes de la selva. Es peso muerto que no permite conocer debidamente el mundo que se le presenta. Y a cuestas debe ir hasta que termine.
Sin embargo, sólo Fortuna conoce el punto alto y el punto bajo de la rueda: en una cima andina, una mujer aparece envuelta apenas por un poncho, mirando al vacío, absorta, en un letargo que no le permite responder al entorno. Rescatada, Rosario se acerca al músico: evocación de un pasado tan lejano que el idioma y los aromas le son nuevos, ella es la vuelta al origen que no creyó encontrar de nuevo. Y el fardo a su lado lo restringe.
El fardo será desechado, la vida tendrá que encontrar su camino, eso que es lo más cercano al amor buscará su modo de ser. Rosario olvidará deliberadamente su nombre y se convertirá en Tu mujer: "Me rodea de cuidados, trayéndome de comer, ordeñando las cabras para mí, secándome el sudor con paños frescos, atenta a mi palabra, mi sed, mi silencio o mi reposo, con una solicitud que me hace enorgullecerme de mi condición de hombre: aquí, pues, la hembra 'sirve' al varón en el más noble sentido del término, creando la casa con cada gesto. Porque, aunque Rosario y yo no tengamos un techo propio, sus manos son ya mi mesa y la jícara de agua que acerca a mi boca, luego de limpiarla de una hoja caída en ella, es vajilla marcada con mis iniciales de amo".
Es de dudar que en la relación entre un hombre y una mujer haya una frase con implicaciones tan graves como ésa: 'tu mujer' no es sólo el sentido de posesión sobre un objeto, sino la corresponsabilidad de ambos; él, en el preciso instante en que Rosario se vuelve 'tu mujer', se convierte en 'tu hombre'. La ansiedad que siga será, eminentemente, por la incapacidad de ese hombre para entrar sin cortapisas al mundo de esa mujer.
Los pasos perdidos, novela mística, de crecimiento, existencialista a su modo, reacia a formar parte de alguna vanguardia, es uno de los textos más exigentes que recuerdo, por las complejas estructuras lingüísticas de Carpentier, su vastísimo vocabulario, la prolijidad casi obstinada de sus descripciones, sus personajes que hastían por su idiotez. Hoy que estoy por terminar el mamotreto de 800 páginas, las tres novelas que lo conforman, siento una particular relación no con las históricas (El reino de este mundo y El siglo de las luces), sino con la anecdótica: "En cuanto a Yannes, el minero griego que viajaba con el tomo de La Odisea por todo haber, baste decir que el autor no ha modificado su nombre, siquiera. Le faltó apuntar, solamente, que junto a La Odisea, admiraba sobre todas las cosas La Anábasis de Jenofonte."

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