Desde hace tres días escribo mentalmente este post; si la redacción no llegaba, eran la falta de tiempo y el cansancio bruto los que detenían la firme intención: ninguna excusa.
I.
Me sobran los temas sobre los cuales escribir, como el convenio que una empresa de pocos escrúpulos (o más puntualmente, su personal) decidió terminar a costa nuestra, y que ahora exige un pago que se acordó originalmente en especie; o el examen de admisión que presenté casi por desdén, puesto que no puedo matricularme a falta de un prerrequisito de dominio de lengua inglesa (que no cubrí por estar discutiendo con el mentado personal de la empresa en cuestión); o el concierto más reciente de Massive Attack y de nuevo el ejercicio de politizar inteligentemente los que ya cuentan como himnos en la memoria de los escuchas; o el libro que hicimos casi en tiempo récord y que nos costó sangre y muchas horas de tensión, que por otra parte rebasó lo que tasamos; o la fiesta de cumpleaños a la que llegué el viernes casi en estado de bulto a causa de ese libro, pero que me es indispensable desde hace unos años; o aquél al que recuperé después de años de considerarlo fuera de la nómina de mis amigos; o la risa después de aparecer como marmota de bajo las sábanas y el conato de enojo que siguió; o la pelea que se desató frente a nuestros ojos en el metro abarrotado, un sábado antes de la siete de la mañana.
Han sido semanas cargadas de vértigo y sobresaltos. Sin embargo, mi necesidad de decir es otra. Encima de eso, esta necesidad es pública, aun cuando por su naturaleza debiera conservarse en el fuero de lo privado.
II.
En agosto celebro otra de mis fechas cívicas: ella, que es un pedacito de mi corazón, cumplió años y lo festejó en el Tenampa. Por azar me encontré con un buen amigo, y por maldición me sirvió todo el tequila que me entró en el cuerpo, más toda la cerveza que tenía capacidad de tomar esa noche; y maldición fue, sin duda, pues en esas fechas rugían resabios de una ira encarnizada, buscando salida a como diera lugar.
Y ella estrenaba novio, y yo apenas alcanzo a recordar que me trajeron a casa, corteses como pocas personas conozco. A la mañana siguiente todo se mueve lento, y me urge un vaso de agua y comer: nada ha sucedido, aunque siento que el tiempo pasó demasiado pronto, o sencillamente no recuerdo todo. Pero una memoria lúcida no deja pasar de largo y en esa fiesta de viernes encuentro distancia que no comprendo.
– La noté extraña. Distante por lo menos.
– Es que de verdad te pasaste –me dice mi mejor amiga en tono recriminatorio.
– [???] ¿Qué corchos hice?
Lo que hice se resume en una frase suya: "yo siempre voy a estar de tu lado, y siempre te voy a querer, y siempre te voy a defender, pero esta vez no hay cómo defenderte". Y siguen quince minutos de regaños, que tengo perfectamente merecidos. No hay cómo defenderme: no lo intento.
Lo que hice sobrepasa los términos de la estupidez y la ofensa abierta, sin mencionar el cinismo. Para colmo de los agravantes, no recuerdo haberla visto tan feliz en los años que tengo de conocerla, y justo ahí hinqué y desahogué esa rabia que bullía por esas fechas, sin culpa suya o de su novio, o del resto de los presentes en última de las instancias. Y corona de todo, me atreví a cuestionar esa decisión suya que la hace feliz, en la inteligencia de que su prudencia la ha llevado al punto preciso y maravilloso en el que está.
No tengo autoridad moral para atropellar decisiones ajenas: propugno por la autonomía de cada cual y la responsabilidad sobre los actos. Por otra parte, desde hace mucho me he dado a la tarea de desaparecer lentamente, pero nunca me he permitido desamparar a quienes quiero o negarles el apoyo que soy capaz de dar. Ya antes he abogado por las decisiones de mis amigos, enarbolando frases como "tu chamba no es cuestionar lo que haga, sino estar ahí si se cayera".
¿Qué sucedió, si procuro ser tan recto? Podría permitirme especular, pero en cierto modo sería justificarme, y no puedo hacer eso: sencillamente ofendí a alguien que ocupa un lugar precioso en mi memoria y mis afectos. Todo lo siguiente que dijera se sumaría a esa ofensa.
Desde el fondo del corazón me avergüenza mi actitud de aquella noche y cada palabra; inmediatamente hubiera pedido esta disculpa de haber caído antes en la cuenta de mis actos. Por más que lo intente, no tengo palabras suficientes: son días en los que uno siente merecerse el desprecio del mundo. ¿Cómo tener el descaro de rogar que intercedan por mí?
I.
Me sobran los temas sobre los cuales escribir, como el convenio que una empresa de pocos escrúpulos (o más puntualmente, su personal) decidió terminar a costa nuestra, y que ahora exige un pago que se acordó originalmente en especie; o el examen de admisión que presenté casi por desdén, puesto que no puedo matricularme a falta de un prerrequisito de dominio de lengua inglesa (que no cubrí por estar discutiendo con el mentado personal de la empresa en cuestión); o el concierto más reciente de Massive Attack y de nuevo el ejercicio de politizar inteligentemente los que ya cuentan como himnos en la memoria de los escuchas; o el libro que hicimos casi en tiempo récord y que nos costó sangre y muchas horas de tensión, que por otra parte rebasó lo que tasamos; o la fiesta de cumpleaños a la que llegué el viernes casi en estado de bulto a causa de ese libro, pero que me es indispensable desde hace unos años; o aquél al que recuperé después de años de considerarlo fuera de la nómina de mis amigos; o la risa después de aparecer como marmota de bajo las sábanas y el conato de enojo que siguió; o la pelea que se desató frente a nuestros ojos en el metro abarrotado, un sábado antes de la siete de la mañana.
Han sido semanas cargadas de vértigo y sobresaltos. Sin embargo, mi necesidad de decir es otra. Encima de eso, esta necesidad es pública, aun cuando por su naturaleza debiera conservarse en el fuero de lo privado.
II.
En agosto celebro otra de mis fechas cívicas: ella, que es un pedacito de mi corazón, cumplió años y lo festejó en el Tenampa. Por azar me encontré con un buen amigo, y por maldición me sirvió todo el tequila que me entró en el cuerpo, más toda la cerveza que tenía capacidad de tomar esa noche; y maldición fue, sin duda, pues en esas fechas rugían resabios de una ira encarnizada, buscando salida a como diera lugar.
Y ella estrenaba novio, y yo apenas alcanzo a recordar que me trajeron a casa, corteses como pocas personas conozco. A la mañana siguiente todo se mueve lento, y me urge un vaso de agua y comer: nada ha sucedido, aunque siento que el tiempo pasó demasiado pronto, o sencillamente no recuerdo todo. Pero una memoria lúcida no deja pasar de largo y en esa fiesta de viernes encuentro distancia que no comprendo.
– La noté extraña. Distante por lo menos.
– Es que de verdad te pasaste –me dice mi mejor amiga en tono recriminatorio.
– [???] ¿Qué corchos hice?
Lo que hice se resume en una frase suya: "yo siempre voy a estar de tu lado, y siempre te voy a querer, y siempre te voy a defender, pero esta vez no hay cómo defenderte". Y siguen quince minutos de regaños, que tengo perfectamente merecidos. No hay cómo defenderme: no lo intento.
Lo que hice sobrepasa los términos de la estupidez y la ofensa abierta, sin mencionar el cinismo. Para colmo de los agravantes, no recuerdo haberla visto tan feliz en los años que tengo de conocerla, y justo ahí hinqué y desahogué esa rabia que bullía por esas fechas, sin culpa suya o de su novio, o del resto de los presentes en última de las instancias. Y corona de todo, me atreví a cuestionar esa decisión suya que la hace feliz, en la inteligencia de que su prudencia la ha llevado al punto preciso y maravilloso en el que está.
No tengo autoridad moral para atropellar decisiones ajenas: propugno por la autonomía de cada cual y la responsabilidad sobre los actos. Por otra parte, desde hace mucho me he dado a la tarea de desaparecer lentamente, pero nunca me he permitido desamparar a quienes quiero o negarles el apoyo que soy capaz de dar. Ya antes he abogado por las decisiones de mis amigos, enarbolando frases como "tu chamba no es cuestionar lo que haga, sino estar ahí si se cayera".
¿Qué sucedió, si procuro ser tan recto? Podría permitirme especular, pero en cierto modo sería justificarme, y no puedo hacer eso: sencillamente ofendí a alguien que ocupa un lugar precioso en mi memoria y mis afectos. Todo lo siguiente que dijera se sumaría a esa ofensa.
Desde el fondo del corazón me avergüenza mi actitud de aquella noche y cada palabra; inmediatamente hubiera pedido esta disculpa de haber caído antes en la cuenta de mis actos. Por más que lo intente, no tengo palabras suficientes: son días en los que uno siente merecerse el desprecio del mundo. ¿Cómo tener el descaro de rogar que intercedan por mí?
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