"Nunca pierdas tu capacidad para sorprenderte", me dijo mi padre entre exclamaciones y risotadas, con la piel erizada y una amplia sonrisa; era el cuarto día que mirábamos el atardecer, parados en la misma piedra que los tres anteriores. Las nubes doradas parecían tan bajas que era natural sentir la tentación de estirar las manos.
Anoche, después de remover con suma violencia mi odio y otros recuerdos que me enervan, y que casi desprecio por quienes están implicados y las consecuencias que derivaron, tuve que sosegarme antes de llegar a casa. Temblando, después de escuchar a la única persona que consideré capaz de ofrecerme un instante de calma, tuve que detenerme en el primer lugar que pude sentarme y respirar.
En un altar improvisado entre dos ramas, un San Judas me daba la espalda; por ofrenda un plátano mordisqueado. Y un caracol.
Anoche, después de remover con suma violencia mi odio y otros recuerdos que me enervan, y que casi desprecio por quienes están implicados y las consecuencias que derivaron, tuve que sosegarme antes de llegar a casa. Temblando, después de escuchar a la única persona que consideré capaz de ofrecerme un instante de calma, tuve que detenerme en el primer lugar que pude sentarme y respirar.
En un altar improvisado entre dos ramas, un San Judas me daba la espalda; por ofrenda un plátano mordisqueado. Y un caracol.
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