martes, 17 de agosto de 2010

La higuera y el olivo

¿No es Alá el más sabio de los jueces?
Surah 95
I.
De regreso a casa encuentro en la entrada de metro Miguel Ángel de Quevedo a un vendedor de higos. Sin pensarlo un instante le compro una bolsa. "Joven –me dice apenas sigo mi camino–, tome: llévese su pilón" y guarda un higo más en la bolsa. Apenas puedo agradecerle debidamente y desearle buena noche.

II.
Cuando éramos niños, mi abuela nos pedía a mis primos y a mí que subiéramos a la higuera y cortáramos todos los higos maduros. Algunos estaban comidos por los pájaros, otros por las hormigas, y sólo algunos se veían limpios.
Bajábamos del árbol con una canasta cargada y las manos negras de savia gomosa y polvo. El patio de mi abuela, a pesar de la multitud de frutas y flores (perones, papayas, melones, la higuera, el descomunal olivo de los vecinos, y no recuerdo cuántos más), era un terruño polvoriento y árido en su mayoría. Recuerdo los higos más dulces que he comido, muchos de tamaño generoso; los abría y minuciosamente (obsesiva, neuróticamente) comía cada filamento rojo por separado, con ese poderoso perfume hundido hasta la garganta.
A la fecha me detengo junto a una pequeña higuera en mi camino al supermercado, tan sólo para oler las hojas; pronto dejaré de hacerlo, pues el metrobús de Cuauhtémoc arrancará todos los árboles de ese lado de la calle.

III.
Justo frente a la ventana de mi salón de la secundaria había una higuera como la del jardín de mi abuela. Pasé muchas horas sentado a su sombra; no recuerdo haber percibido su aroma en todo ese año.

IV.
He perdido la cuenta de la última vez que visité la casa de mi abuela. Si no me equivoco, pasan ya los cinco años.
Punto nodal para mi familia en Tijuana y San Diego, los fines de semana hervía de gente y voces. Navidad era un escándalo de regalos para los treinta y tantos nietos y once hijos (más las consabidas parejas), que hacían un lago de ¿dos metros? alrededor del árbol. No había mesa suficiente para sentar a tantas personas, aunque no sorprendía que sobrara comida como para que cada uno llevara lo suficiente para el día siguiente.
La casa de la abuela, por extensión, era el refugio de quienes llegaran de vacaciones a Tijuana o sencillamente no pudieran pagar una renta. El patio era un reto de supervivencia, ya por el intolerable calor de verano, ya por los juegos de infancia. Por otra parte, podíamos cortar toda la fruta que quisiéramos siempre y cuando avisáramos, pero teníamos prohibido jugar en el jardín: a nadie le gustaba la idea de que arruináramos las plantas.

V.
En la higuera y el olivo anidan los recuerdos. En la higuera y el olivo descansa el hombre de obras correctas.

sábado, 14 de agosto de 2010

Consciente

Descargué Deathconsciousness, el debut de Have a Nice Life hace ¿dos meses? Sin motivo mayor a la curiosidad, me lo llevé conmigo sencillamente porque una canción le da nombre a mi más recurrido proveedor de música en la actualidad. Sin embargo, apenas esta semana tuve oportunidad de escucharlo. Y no sé cómo describirlo. Mejor fuera que no escribiera una sola letra más al respecto y escucharan las rolotas en la barra lateral.
Pero esto tendrá que ser un ejercicio de disciplina, y habré de hacer el esfuerzo de hablar sobre algo que me parece sobradamente complejo.
Como cualquier otra expresión del shoegaze, lo que el escucha percibe es una masa de sonido en la que, sin embargo, pueden reconocerse los elementos que componen cada pieza musical. Como todo el shoegaze, no es de fácil acceso, y se requieren varias escuchas antes de aprehender la música, de hacerla propia.
Introspectiva, densa, sólida, material, exigente, por ningún motivo tímida. Música que crea momentos y constituye experiencias, que perdura en el tiempo a pesar de las distracciones cotidianas. A esto hay que sumar la naturaleza del contenido: todas las canciones versan sobre la muerte y su abrumadora inminencia: una pieza de arte que aborde rigurosamente el tema no puede ser banal o superficial.
Ciertamente no puedo comunicar la experiencia, y resulta terriblemente difícil. Mejor es, sin duda, que se arriesguen a picarle play a las Rolotas y decidan si se amarran a la silla. Si tuvieran la intención de hacerse con una copia digital, aquí pueden encontrar el disco.

martes, 10 de agosto de 2010

Geometría del discurso

Hace un par de semanas me dieron un ejemplar del número 99 (mayo-junio 2010) de la revista Tinta seca. Ahí se encuentra "Corregir lo incorregible" de Carlos López, que pretende defender el oficio del corrector frente al oficio mismo, los editores, los autores y demás especies dentro del proceso editorial.
Si bien es encomiable que se hagan estos esfuerzos y que se procure la dignidad del oficio, hay modos de hacerlo. Y el caso de este artículo no es el modo. "Si no fuera por el trabajo del corrector, las faltas se multiplicarían sin parar, navegaríamos en un mar de yerros, nos ahogaríamos en ellas. Pero aun así, es impresionante la cantidad de erratas y errores que se encuentra uno todos los días, en todos lados, a todas horas." De verdad que sí, Carlos: tan sólo en las cuatro páginas de tu texto encontré una cantidad infame.
El punto crucial, al margen de las traiciones lingüísticas y discursivas que pululan en esas cuatro páginas, está en otro lugar: "El corrector no sólo sabe las reglas del lenguaje; su acervo cultural es amplio, su conocimiento de las materias del saber es vasto." En lo ideal, sin duda; esto, sin embargo, no es moneda corriente. No sólo eso: en la práctica es de lo más inusual. Los correctores no sólo carecemos de un bagaje de conocimientos capaz de abarcar todos los temas que, en ocasiones, nos vemos obligados a leer, sino que tendemos a concentrarnos –por inercia y pragmatismo, hay que admitir– en alguna materia particular.
De un lado, no existe una especialización profesional en las distintas disciplinas donde la escritura nos requiere (e.g. legal, medicina, farmacéutica, ingeniería, y demás); del otro lado, no he conocido quien corrija con autoridad un texto médico y salte sin empacho o terror a uno de ingeniería mecánica. Las jergas son distintas y exigen un grado mínimo de conocimiento para encontrar los carices que les son particulares.
El corrector en este país, en otras palabras, es un individuo por lo regular atribulado, que duda de sí mismo y su trabajo por más que tenga vasta experiencia: siempre se pudo decir mejor y más limpiamente, siempre se pudo lograr más pulcritud, siempre se escapan la errata y el dato curioso, y ya no se puede hacer nada sobre el impreso.
Sí, hay que dignificar el oficio y hacernos del respeto de quienes publican (o sea, una abrumadora mayoría), pero también hay que considerar naturaleza y condición. Si el corrector no fuera ese ente atribulado que tiene la parte menos elegante y sexy de la cadena trófica editorial, si no viviera en una constante neurosis, en la búsqueda de la única expresión correcta, los textos no lograrían esa pulcritud que el lector deja de notar (nota los errores de la edición: un buen trabajo editorial es el que pasa desapercibido y deja que el texto se mantenga en el centro).
La verdadera labor del corrector es involucrarse con el texto que lee, aprehenderlo en todos sus sentidos posibles y sostener los que convienen. Un corrector, efectivamente, no se queda en la gramática, sino que se sumerge hasta la semántica y la fonética.
Nunca le mientas a alguien que hace análisis de discurso, no pretendas decirle verdades a medias, no intentes conservar oculto un significado, no escondas siquiera tu identidad: quien sabe leer es capaz de reconocer las aristas menores de un discurso particular.

lunes, 9 de agosto de 2010

Call me Ishmael.

For I have lost –for the first time in my life– a book. Last week I was reading again Hawthorne's The Scarlet Letter, which is fascinating, to say the least; I was undoubtedly feeling horrified by Roger Chillingworth, pitied upon Reverend Dimmesdale, at times fascinated and scared before Pearl, and both moved and amazed by Hester's integrity and beauty. And I was delighted, enjoying every word and Hawthorne's tidy prose. Sometimes I even gave it a go and translated a sentence for myself, to hear it resound; I dare believe such is translation's first step and need: feeling the translation for oneself.
But then I received a call while buying my groceries, and I forgot the book in the cart. Rather than anger, I was feeling shame: I couldn't believe I had left behind my book and not notice until past twenty minutes. A search quest in downtown libraries is under plans now.
The next day I picked Melville's Moby-Dick, thinking about keeping the pace and the English reading, quite naively for I wasn't aware about the history behind the novels. I got caught with Moby-Dick some three years ago while reading a literature (mostly poetry) and art magazine: there was a bilingual excerpt of "The Whiteness of the Whale" (chapter 42) which I found almost unreadable due to such an inconsistent and careless translation. Nevertheless, the magazine is still an outstanding piece in my library: it is awful editing, but the compilation and the love behind the effort are beautiful.
On going through the introduction (which I don't normally do: I try to shed light by my own means rather by someone else's effort) I found not only that Melville and Hawthorne were contemporaries, but friends, that they had commented each other, and that Melville (being a most restless man) considered Hawthorne's literature somehow humiliated and stranded to British canonical writings and culture. But most of all, I found this:

IN TOKEN
OF MY ADMIRATION FOR HIS GENIUS,

This Book is Inscribed
TO
NATHANIEL HAWTHORNE

Paul Romano's artwork for Mastodon's Leviathan. Haven't heard it yet. Soon.