Verdeaba el alba; en el prado, los dos flacos duelistas negros estaban inmóviles, con las espadas en posición de firmes. El leproso hizo sonar su cuerno: era la señal; el cielo vibró como una membrana tensada, los lirones en sus guaridas hundieron las uñas en el barro, las urracas sin sacar la cabeza de debajo del ala se arrancaron una pluma de la axila haciéndose daño, y la boca de la lombriz comió su propia cola, y la víbora se picó con sus dientes, y la avispa se rompió el aguijón sobre una piedra, y cada cosa se volvía contra sí misma, la escarcha de los charcos se helaba, los líquenes se volvían piedra y las piedras líquenes, la hoja seca se volvía tierra, y la resina espesa y dura mataba sin remedio los árboles. Así el hombre se arrojaba contra sí, con las dos manos armadas con una espada.–Italo Calvino, El vizconde demediado
El sábado me recordaron que soy legión, que somos. Como Medardo, he alzado la espada, una ballesta, los escudos han reventado lanzas como espigas, las cotas han contenido las mellas; como Medardo, he cortado el espacio donde estoy sin estar, eso que está más cerca que la piel, entre la piel, por debajo.
Pero a diferencia de Medardo, no soy uno que es dos, sino unos y otros y muchos siendo uno. Soy Legión, y no hay cerdos en las cercanías.
2 comentarios:
Mis recuerdos de Italo Calvino son un poco más benevolentes, con sus príncipe cangrejo, la mujer que nunca se hartaba de higos y hasta la hija del Sol que freía sus propios dedos.
Siempre, ese juego de lo fantásticamente malicioso contra la realidad ordinaria y hasta vulgar.
Pero a pesar de todo, no pude convencerme de la pertinencia de creer en los caballeros de brillante armadura, ni de los castillos embrujaos.
Castillos y caballeros que no son sino otra ficción, en un pasado no histórico, en una posibilidad de la imaginación. Cosimo subido en los árboles es la imagen más hermosa que he leído de una decisión llevada a sus últimas consecuencias.
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