martes, 2 de febrero de 2010

Un jardín

Después de una semana tempestuosa (la peor del año, y eso que apenas van cuatro) y los tres días de descanso que le siguieron –indispensables para la condición que guardaba–, admito la insana tentación de escribir sobre nimiedades recientes, que no dejaron de disparar ideas y divagaciones menores. Sin embargo, no veo motivo ulterior para hacerlo: esto se convertiría en el cofre que guarde un tesoro de polvo, partículas nacidas de desgaste, desatención y olvido.
Quizá de entre todos esos pensamientos erráticos, uno sea cierto: debiera rendirme. La decisión no obedece, esta vez, al cansancio, sino a la claridad de que pierdo tiempo y energía carísimos en un esfuerzo que no redunda en beneficio; no es inútil, pues en el fondo es un acto de amor: es regar y abonar flores congeladas.
Y ahí mismo donde el acto de amor pervive, también ahí está el dolor de la renuncia. No somos parte.

[Addendum: ayer, una de las personas más lúcidas que conozco y que mejor me conoce me preguntó si creía en los astros. "Procuro no hacerlo", dije por toda respuesta. "Es que casi toda la gente que he visto me ha dicho que la semana pasada fue espantosa. Yo también tuve una de esas semanas."]

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