Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cosimo Piovasco di Rondó, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las frondosas ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia, según su vieja costumbre, se sentaba a la mesa a esa hora, pese a que ya los nobles seguían la moda, llegada de la poco madrugadora Corte de Francia, de disponerse a comer bien entrada la tarde. Soplaba un viento del mar, recuerdo, y se movían las hojas. Cosimo dijo: –¡He dicho que no quiero y no quiero! –y apartó el plato de caracoles. Jamás se había visto desobedencia más grave.–Italo Calvino, El barón rampante
Cosimo, hijo mayor del barón Arminio de Ombrosa, ha subido a la encina del jardín familiar. Por asco, porque no acepta la impostura de la familia, por no estar de acuerdo con un castigo desmedido, por esencial rebeldía, para escapar de las silenciosas rencillas y discordias que sólo se ventilan en el comedor. Cosimo tiene doce años, edad suficiente para tomar decisiones propias, aun cuando se vean arrastradas por una fantasía inmadura. Cosimo nunca más ha de poner pie en suelo firme: su vida, a partir de esos doce años recién cumplidos, correrá entre las ramas de los bosques del baronato.
El de Cosimo es un acto de rebeldía adolescente, que con el paso de los años ha de convertirse en libertad. Una decisión, que en principio parece absurda, es llevada a sus últimas consecuencias, con la correspondiente declaración de principios enarbolada en alto como configuración moral del individuo.
A los doce años, Cosimo logra lo que una abrumadora mayoría no hace en una vida entera: rebelarse, disociarse de sus padres, y en consecuencia constituirse en un individuo independiente. No es, sin embargo, el adolescente que insulta a su padre por impositivo e intransigente para después humillar a la novia; no es el que reprueba la actitud de la madre y se emborracha a cargo y cuenta de las botellas reservadas o la tarjeta de crédito "para emergencias"; no es el que tacha de erróneo y espurio al sistema entero, sin tomar partido o considerar al menos a la distancia una solución o ejemplos de mejores prácticas; no es el muchachito que está harto de vivir en su casa y les exige a los padres que le den un departamento amueblado y mensualidad para gastos.
Cosimo, decía, ha disociado su persona de la de sus padres: no es un apéndice suyo, ni la promesa de resolución de los sueños de gloria ahora inalcanzables. Arminio y Konradine no serán vicariamente Duque de Ombrosa o General del Imperio, pues su hijo ha tomado una decisión, propia y sin la intervención (y aún en su contra) de persona alguna. Y la única medida que pueden tomar la familia y el baronato es aceptar y reconocer el valor de tal: la adultez de Cosimo es envidiada por muchos, deseada por otras tantas, debido esencialmente a que es libre, y feliz, y su persona no depende de nadie.
Todos en algún momento han de sostener esa rebelión por cuenta propia, llevar a cabo ese terrible esfuerzo de identidad, aprender a reconocer actitudes y decisiones sin por ello entrar en batalla abierta con la educación familiar, saber mirarse sin confundir los rasgos con los de otro. O pueden no hacerlo, y mantenerse sombra de alguien más.
Tarea ingrata si hay alguna, pero llena de dignidad, y orgullo.
El de Cosimo es un acto de rebeldía adolescente, que con el paso de los años ha de convertirse en libertad. Una decisión, que en principio parece absurda, es llevada a sus últimas consecuencias, con la correspondiente declaración de principios enarbolada en alto como configuración moral del individuo.
A los doce años, Cosimo logra lo que una abrumadora mayoría no hace en una vida entera: rebelarse, disociarse de sus padres, y en consecuencia constituirse en un individuo independiente. No es, sin embargo, el adolescente que insulta a su padre por impositivo e intransigente para después humillar a la novia; no es el que reprueba la actitud de la madre y se emborracha a cargo y cuenta de las botellas reservadas o la tarjeta de crédito "para emergencias"; no es el que tacha de erróneo y espurio al sistema entero, sin tomar partido o considerar al menos a la distancia una solución o ejemplos de mejores prácticas; no es el muchachito que está harto de vivir en su casa y les exige a los padres que le den un departamento amueblado y mensualidad para gastos.
Cosimo, decía, ha disociado su persona de la de sus padres: no es un apéndice suyo, ni la promesa de resolución de los sueños de gloria ahora inalcanzables. Arminio y Konradine no serán vicariamente Duque de Ombrosa o General del Imperio, pues su hijo ha tomado una decisión, propia y sin la intervención (y aún en su contra) de persona alguna. Y la única medida que pueden tomar la familia y el baronato es aceptar y reconocer el valor de tal: la adultez de Cosimo es envidiada por muchos, deseada por otras tantas, debido esencialmente a que es libre, y feliz, y su persona no depende de nadie.
Todos en algún momento han de sostener esa rebelión por cuenta propia, llevar a cabo ese terrible esfuerzo de identidad, aprender a reconocer actitudes y decisiones sin por ello entrar en batalla abierta con la educación familiar, saber mirarse sin confundir los rasgos con los de otro. O pueden no hacerlo, y mantenerse sombra de alguien más.
Tarea ingrata si hay alguna, pero llena de dignidad, y orgullo.
4 comentarios:
Inspirador, Cosimo se ha vuelto mi héroe, y justo a tiempo
Saludos
Cosimo es un hermoso ejemplo a seguir; y El barón rampante es un libro muy hermoso que todos debieran leer.
Entendido y anotado, será el que le siga a Hamlet (éste, y no áquel, lo encontre haciendo una limpieza profunda en mi librero aunque no es una buena edición)
Confirmo lo reconfirmado: Gran ejemplo, me esta ayudando a una decisión cada vez mas cercana: posible mudanza en un futuro.
Beso
Entonces, decisiones medidas y con la cabeza clara.
: )
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