viernes, 5 de marzo de 2010

Magisterio

En mi cabeza rondaba una solución más bien modesta –por no decir rotundamente pacata y previsible– para ese cuento que le(me) debo a Eme Equis. Pensaba en un niño recordando sus años de infancia, jugando a las canicas con sus amigos en el recreo y sorteando a las maestras para poder jugar con el PSP del compañerito adinerado; sí, de pronto me suena a Las batallas en el desierto, pero con treinta años de diferencia.
Al margen de querer sorprender a mi lector, intento sorprenderme en la medida de lo posible. En estricto sentido, eso representa una paradoja, pues la sorpresa se asocia por definición con el desconocimiento y la novedad; cuando hay un camino trazado, ese espacio se ve reducido, o al menos acotado por directrices o imágenes. Pero el acto creativo no sorprende al creador por el resultado las más de las veces, sino por el proceso, las decisiones tomadas, la dinámica que exige la materia trabajada (escrita), la extensión del contenido que es la forma (Creeley).
Ayer por la noche, tras aceptar una invitación a cenar con los amigos de mi alumno, escuché una de las historias más trepidantes y no intrínsecamente ficcionales de que tengo memoria. En el momento en que yo narre esa historia pasará a ficción, será una versión de textos que se desarrollan y la tragedia que se convirtió en delirio será exclusivamente eso segundo.
Ah, en definitiva esa clase se está convirtiendo en uno de mis momentos de calma de la semana.

2 comentarios:

Palomilla Apocatastásica dijo...

La sorpresa de saber que puedes cambiar el color al mundo aún cuando no haya nada nuevo bajo el sol.

Julián Iriarte (bueno, ya: Oliver) dijo...

Vanidad de vanidades, todo es colorimetría.