En noviembre de 2006 me pidieron que formara parte del jurado calificador en la 33a edición del Certamen Literario del Centro Deportivo Israelita; en palabras de la directora de comunicación social y una de las organizadoras del concurso, "sin duda tiene muy buen nivel". En mis propias palabras, era una basura: los participantes eran los estudiantes de las escuelas de la comunidad judía, y era tarea obligatoria entregar un texto en cualquier categoría, so pena de reprobar no sé qué materia. Por supuesto, había algunos escritos interesantes, pero la abrumadora mayoría eran penosos; y encima me asaltaron cinco adolescentes furiosos, quejándose porque tomé la decisión y convencí a los otros jueces de dejar varios premios desiertos: no leyeron la cláusula final de "el fallo del jurado será inapelable"...
El asunto, en ese momento, no tuvo mayor repercusión para mí, salvo una coqueta entrada a mi currículo. Sin embargo, para el editor del periódico semanal sí fue relevante: recuerdo que se lamentaba de los procedimientos a los que recurrían para convocar al Certamen y, por otra parte, de los muchos escritos sionistas que recibía para publicación. A pesar de ser un periódico de y para la comunidad judía, se rehusaba a hacer un panfleto y prefería abrir las temáticas; siendo ateo, pero de apellidos judíos (lo cual ayuda ante esa comunidad tan reacia a todo lo demás), no había vocación religiosa que distrajera mi interés por la literatura.
Escribí ocho notas cortas (la última quedó a la mitad), no todas las cuales se publicaron: otra vez en palabras de la directora de comunicación social, "algunas eran muy elevadas para los lectores y no las iban a entender" (me voy a guardar de comentar al respecto, pero pueden suponer las frases que me cruzaron la cabeza). Uno de mis beneficios fue cumplir un requisito indispensable para Caza de Letras: haber publicado. Y así pudo aparecer, con todas las de la ley, Julián Iriarte.
A continuación y según mi errática disciplina dicte, aparecerán esos textos en los próximos días, con las notas necesarias en su debido caso.
El asunto, en ese momento, no tuvo mayor repercusión para mí, salvo una coqueta entrada a mi currículo. Sin embargo, para el editor del periódico semanal sí fue relevante: recuerdo que se lamentaba de los procedimientos a los que recurrían para convocar al Certamen y, por otra parte, de los muchos escritos sionistas que recibía para publicación. A pesar de ser un periódico de y para la comunidad judía, se rehusaba a hacer un panfleto y prefería abrir las temáticas; siendo ateo, pero de apellidos judíos (lo cual ayuda ante esa comunidad tan reacia a todo lo demás), no había vocación religiosa que distrajera mi interés por la literatura.
Escribí ocho notas cortas (la última quedó a la mitad), no todas las cuales se publicaron: otra vez en palabras de la directora de comunicación social, "algunas eran muy elevadas para los lectores y no las iban a entender" (me voy a guardar de comentar al respecto, pero pueden suponer las frases que me cruzaron la cabeza). Uno de mis beneficios fue cumplir un requisito indispensable para Caza de Letras: haber publicado. Y así pudo aparecer, con todas las de la ley, Julián Iriarte.
A continuación y según mi errática disciplina dicte, aparecerán esos textos en los próximos días, con las notas necesarias en su debido caso.
Bajo la furia
Elmer Davidson [sic; ya llegará la explicación]
14/ene/07
La definición de poesía que me dijeron en la primaria (por suerte, ya no la recuerdo con precisión) rezaba más o menos así: “La poesía es la expresión en verso de los sentimientos profundos del poeta”. Que sería bien interesante, por cierto, preguntarle a Ezra Pound, William Carlos Williams, Charles Olson, Pablo Neruda o Ernesto Cardenal su opinión sobre tal definición.
La verdad de las cosas, un poeta (en sentido etimológico, de creador) encuentra su materia de trabajo en cualquier lugar; y va dando lo mismo escribir (ahora sí, poesía en sentido literario) sobre una pasión, botellas rotas, versiones de la Iliada, los campesinos nicaragüenses o un plato de sopa: el asunto no es el qué, sino el cómo. Digo: en sentido estricto, Eclesiastés es más sabio que yo y en realidad no hay nada nuevo bajo el sol.
Pero en esta ocasión no me interesan las botellas rotas, sino las graves pasiones. Y más en este instante en que escribo estas líneas: C. S. Lewis (mejor recordado por Las crónicas de Narnia, y más tras la película) escribió en 1961 Una pena en observación, a propósito de la muerte de su esposa, Joy Gresham. Cuatro cuadernos (“y ni uno más, a pesar de que estoy tentado a comprar otros y seguir escribiendo”, como dice el último de ellos) le sirvieron a Lewis para hacer catarsis y arrojar de sí la pena tan grave de perder a quien se ama.
En más de un momento, la furia parece dominar su escritura y empujar cada palabra, reprochar cada instante y cada dolor; su más poderoso logro: con absoluta sinceridad, naturalidad, sin pretenderlo siquiera, pone en crisis las creencias, las expectativas, las ilusiones del lector. Y uno todavía le agradece cuando cierra el libro.
Siento una furia terrible; ¿debiera expresar mis sentimientos profundos y escribir “poesía”, dejarme llevar y saturar los GB de memoria libre que quedan en mi computadora (¿qué puedo decir, si la tecnología permite ciertas cosas que el papel no?) o esperar y escribir en frío, después de digerirlo y madurarlo? No lo sé; además, soy de la idea de que la literatura debe ser inútil: en el instante en que sirva de algo es muy probable que deje de ser literatura y ya sea algo distinto. Pero bendita la cosa, cada autor es un medio distinto y particular para el lenguaje y lo que yo crea no aplica para otros y habrá quien considere de lo más pertinente echar espumarajos con palabras: yo prefiero caminar.
La definición de poesía que me dijeron en la primaria (por suerte, ya no la recuerdo con precisión) rezaba más o menos así: “La poesía es la expresión en verso de los sentimientos profundos del poeta”. Que sería bien interesante, por cierto, preguntarle a Ezra Pound, William Carlos Williams, Charles Olson, Pablo Neruda o Ernesto Cardenal su opinión sobre tal definición.
La verdad de las cosas, un poeta (en sentido etimológico, de creador) encuentra su materia de trabajo en cualquier lugar; y va dando lo mismo escribir (ahora sí, poesía en sentido literario) sobre una pasión, botellas rotas, versiones de la Iliada, los campesinos nicaragüenses o un plato de sopa: el asunto no es el qué, sino el cómo. Digo: en sentido estricto, Eclesiastés es más sabio que yo y en realidad no hay nada nuevo bajo el sol.
Pero en esta ocasión no me interesan las botellas rotas, sino las graves pasiones. Y más en este instante en que escribo estas líneas: C. S. Lewis (mejor recordado por Las crónicas de Narnia, y más tras la película) escribió en 1961 Una pena en observación, a propósito de la muerte de su esposa, Joy Gresham. Cuatro cuadernos (“y ni uno más, a pesar de que estoy tentado a comprar otros y seguir escribiendo”, como dice el último de ellos) le sirvieron a Lewis para hacer catarsis y arrojar de sí la pena tan grave de perder a quien se ama.
En más de un momento, la furia parece dominar su escritura y empujar cada palabra, reprochar cada instante y cada dolor; su más poderoso logro: con absoluta sinceridad, naturalidad, sin pretenderlo siquiera, pone en crisis las creencias, las expectativas, las ilusiones del lector. Y uno todavía le agradece cuando cierra el libro.
Siento una furia terrible; ¿debiera expresar mis sentimientos profundos y escribir “poesía”, dejarme llevar y saturar los GB de memoria libre que quedan en mi computadora (¿qué puedo decir, si la tecnología permite ciertas cosas que el papel no?) o esperar y escribir en frío, después de digerirlo y madurarlo? No lo sé; además, soy de la idea de que la literatura debe ser inútil: en el instante en que sirva de algo es muy probable que deje de ser literatura y ya sea algo distinto. Pero bendita la cosa, cada autor es un medio distinto y particular para el lenguaje y lo que yo crea no aplica para otros y habrá quien considere de lo más pertinente echar espumarajos con palabras: yo prefiero caminar.
2 comentarios:
Es que escribir, sea poesía o no, es un acto que nos permite hacer catársis. No importa si no somos más que unos anónimos dentro de las masas, lo importante es escupir cada palabra, hacerla que se plasme en algún medio para evitar que se nos atoren en la garganta, en la mente o en las manos.
"No importa qué, sólo el como", es una frase muy buena que tomaré muy en cuenta.
Esa frase ha sido bandera de guerra durante varios años, y como muchas cosas de la carrera, aplica no sólo para literatura.
La Falanja dice que la escritura es un desgarramiento; en este caso queda de mil maravillas.
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