El metro abre sus puertas y el golpe de calor es abrumador –por decir lo menos–, muy a pesar de que los pasajeros apenas son los suficientes para ocupar los asientos. Tres estaciones después se vacía un poco más el vagón, y el calor no amaina.
Un sujeto encuentra un asiento justo frente a mí; el calor me hace difícil la lectura de El Siglo de las luces (la prolijidad del detalle, el avasallante conocimiento de marinería y plantas y fauna y adjetivos y música y arquitectura de Carpentier son una exigencia desconcertante, con su poderosa capacidad para olvidarse por completo de la narración para construir edificios lingüísticos a fuerza de descripción), y cualquier ruido logra distraerme.
De pronto percibo un chillido agudo, que no sé si es culpa del vendedor de discos con lo más granado de la música alternativa [sic] de los últimos veinte años o algún desperfecto en las puertas del vagón, pero no logro identificarlo. Intento regresar a la lectura, con mediano progreso; y un instante después, reaparece ese sonido.
Cuando por fin logro identificar de dónde proviene, descubro que es el sujeto sentado frente a mí, los audífonos del iPod bien metidos en las orejas, que balbucea "Have you ever seen the rain" de Creedence; alcanzo a reconocer el estribillo por encima de su nulo inglés y el "I know" que es difícil no reproducir correctamente, al menos hasta donde un 'ainou' lo permite. Me llamó la atención que empezara cantando para sí mismo, a volumen bajo, y que después no le importara si alguien más lo escuchaba: un hombre mayor, de traje, cabello gris, lentes redondos y mirada seria, prácticamente se levantó de su asiento para ver quién estaba gruñendo. Los demás pasajeros se sonreían modestamente y procuraban no mirarlo o les daba más risa.
Y con alguna razón. Intentando alcanzar los tonos rasposos de John Fogerty, caía constantemente en ese chillido raro que me distraía; en un principio creí que estaba imitando las distorsiones de la barra de trémolo de una guitarra, pero era su voz nasal, casi como oír un gangoso cantando.
Como pude pasé tres páginas sin que este tío me robara toda la atención, especialmente porque repitió la canción unas ocho veces. Cuando se levantó de su asiento –cantando por supuesto–, vi una Stratocaster gris en su camiseta, bajo la leyenda "Play me" en un azul casi chillante. Y mientras subía a zancadas las escaleras de salida, yo también cantaba en mi cabeza "I wanna now / Have you ever seen the rain / Comin' down on a sunny day?"
Un sujeto encuentra un asiento justo frente a mí; el calor me hace difícil la lectura de El Siglo de las luces (la prolijidad del detalle, el avasallante conocimiento de marinería y plantas y fauna y adjetivos y música y arquitectura de Carpentier son una exigencia desconcertante, con su poderosa capacidad para olvidarse por completo de la narración para construir edificios lingüísticos a fuerza de descripción), y cualquier ruido logra distraerme.
De pronto percibo un chillido agudo, que no sé si es culpa del vendedor de discos con lo más granado de la música alternativa [sic] de los últimos veinte años o algún desperfecto en las puertas del vagón, pero no logro identificarlo. Intento regresar a la lectura, con mediano progreso; y un instante después, reaparece ese sonido.
Cuando por fin logro identificar de dónde proviene, descubro que es el sujeto sentado frente a mí, los audífonos del iPod bien metidos en las orejas, que balbucea "Have you ever seen the rain" de Creedence; alcanzo a reconocer el estribillo por encima de su nulo inglés y el "I know" que es difícil no reproducir correctamente, al menos hasta donde un 'ainou' lo permite. Me llamó la atención que empezara cantando para sí mismo, a volumen bajo, y que después no le importara si alguien más lo escuchaba: un hombre mayor, de traje, cabello gris, lentes redondos y mirada seria, prácticamente se levantó de su asiento para ver quién estaba gruñendo. Los demás pasajeros se sonreían modestamente y procuraban no mirarlo o les daba más risa.
Y con alguna razón. Intentando alcanzar los tonos rasposos de John Fogerty, caía constantemente en ese chillido raro que me distraía; en un principio creí que estaba imitando las distorsiones de la barra de trémolo de una guitarra, pero era su voz nasal, casi como oír un gangoso cantando.
Como pude pasé tres páginas sin que este tío me robara toda la atención, especialmente porque repitió la canción unas ocho veces. Cuando se levantó de su asiento –cantando por supuesto–, vi una Stratocaster gris en su camiseta, bajo la leyenda "Play me" en un azul casi chillante. Y mientras subía a zancadas las escaleras de salida, yo también cantaba en mi cabeza "I wanna now / Have you ever seen the rain / Comin' down on a sunny day?"
2 comentarios:
ja, ja, ja sus cinco minutos de fama...seguramente él fue feliz a costa de los oídos sangrantes de los demás.
Pues como veinte, más bien. Y nomás porque es un rolón no me quejo; aunque no dejo de reírme.
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