Es viernes por la tarde y uno está allanando el camino para atender calmadamente el hábito de viernes por la noche y el fin de semana, pues no quedan ganas de regresar la cabeza a las minucias del cotidiano, sino arrojarla a los proyectos entre manos y cejas. Queda intención todavía de resolver las estrategias para colaborar activamente en cierta asociación de editores y hacerla crecer (tanto como uno puede hacer crecer un proyecto que no es propio). Y ah, la emoción de las cosas que uno sí disfruta.
Pero no perduran los idilios modernos en bucólicos paisajes: siempre hay un necio o un evento que le dé en la madre a todo locus amoenus. O peor aún: uno siempre puede ser suficientemente necio para encontrar un evento tal. Y se confirman, serenamente, los motivos soslayados –que uno no podía sino especular– por los cuales las labores cesaron; oh, hermoso nepotismo.
Entonces uno se sacude la incomodidad para no llegar con ese escozor en la espalda baja al hábito de viernes. Respira profundo, se va a casa de los amigos para llegar todos juntos, les rasca la barriga a todos los gatos a mano (v.g. los propios y la de los amigos), y pone la situación en perspectiva con la ayuda, evidentemente, de quienes le tienen aprecio y paciencia.
Lidiando con una garganta cerrada, se amilana la impaciencia bajo el manto de una degustación de mezcal (entre cuarenta y cincuenta grados de alcohol), a sabiendas del peligro de caer devastado en tanto la condición emocional no es estable; pero qué importa, si uno lo que quiere es poder hablar sin que suene la voz a murmullo silbado. Bebidas dos copitas, el pecho entibiado a fuerza de fermentados, procede uno a la cena, con el bendito sabor de Oaxaca que constituye, en sí mismo, la esencia del hábito de viernes; lo demás son corolarios que hacen más grata la noche, algunos (mucho) más lindos que otros.
Y entonces se vislumbra otra razón de desasosiego laboral (de otra latitud, digamos, pero aún de la geografía editorial). Y un instante después otra más, pero del país de la gente que uno juraba que no volvería a ver jamás; por si no fuera suficiente, íntimamente relacionada con quien uno ya no quiere ni espera cruzarse.
Lo que se mira en torno –amabilísimo realmente– se ve opacado (apenas, cierto, pero no deja de nublarse el aire) por la presencia de los muertos que se procura enterrar hasta no tener que hacerlo día con día, dejar en el cementerio del pasado esa amargura para sembrar un campo más hermoso (hacen falta flores, hacen falta flores). Pero esta ciudad es un pañuelo, y sin duda seguiré encontrando rostros conocidos después de un tiempo de frecuentar cierto lugar. Cuando eso suceda –sea agradable el encuentro en el mejor de los casos–, con toda seguridad volveré a estas anécdotas que escribo para descargar el pecho de los zumbidos que surgen.
Pero no perduran los idilios modernos en bucólicos paisajes: siempre hay un necio o un evento que le dé en la madre a todo locus amoenus. O peor aún: uno siempre puede ser suficientemente necio para encontrar un evento tal. Y se confirman, serenamente, los motivos soslayados –que uno no podía sino especular– por los cuales las labores cesaron; oh, hermoso nepotismo.
Entonces uno se sacude la incomodidad para no llegar con ese escozor en la espalda baja al hábito de viernes. Respira profundo, se va a casa de los amigos para llegar todos juntos, les rasca la barriga a todos los gatos a mano (v.g. los propios y la de los amigos), y pone la situación en perspectiva con la ayuda, evidentemente, de quienes le tienen aprecio y paciencia.
Lidiando con una garganta cerrada, se amilana la impaciencia bajo el manto de una degustación de mezcal (entre cuarenta y cincuenta grados de alcohol), a sabiendas del peligro de caer devastado en tanto la condición emocional no es estable; pero qué importa, si uno lo que quiere es poder hablar sin que suene la voz a murmullo silbado. Bebidas dos copitas, el pecho entibiado a fuerza de fermentados, procede uno a la cena, con el bendito sabor de Oaxaca que constituye, en sí mismo, la esencia del hábito de viernes; lo demás son corolarios que hacen más grata la noche, algunos (mucho) más lindos que otros.
Y entonces se vislumbra otra razón de desasosiego laboral (de otra latitud, digamos, pero aún de la geografía editorial). Y un instante después otra más, pero del país de la gente que uno juraba que no volvería a ver jamás; por si no fuera suficiente, íntimamente relacionada con quien uno ya no quiere ni espera cruzarse.
Lo que se mira en torno –amabilísimo realmente– se ve opacado (apenas, cierto, pero no deja de nublarse el aire) por la presencia de los muertos que se procura enterrar hasta no tener que hacerlo día con día, dejar en el cementerio del pasado esa amargura para sembrar un campo más hermoso (hacen falta flores, hacen falta flores). Pero esta ciudad es un pañuelo, y sin duda seguiré encontrando rostros conocidos después de un tiempo de frecuentar cierto lugar. Cuando eso suceda –sea agradable el encuentro en el mejor de los casos–, con toda seguridad volveré a estas anécdotas que escribo para descargar el pecho de los zumbidos que surgen.
2 comentarios:
Sabes, procuro leerte, no diario, pero si regularmente y en muchas ocasiones no dejo comentario. Tengo esa extraña sensación de que estoy interviniendo en un lugar demasiado íntimo y privado. ¿raro no?
Si consideramos que mucho de lo que se lee en este blog es asunto de lo privado hecho público, no sería errado pensar así. Por lo demás, sobran las ocasiones en las que no se tiene nada que decir, y está bien no decir nada.
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