lunes, 2 de noviembre de 2009

Ctónico

Aparentemente, de mi padre sólo heredé hábitos estúpidos, como una constitución moral que me prohibe mentir o dejar de reconocer mi responsabilidad en cada uno de mis actos y sus consecuencias; admitir como caballero mis errores y esperar la debida enmienda de los ajenos (cuando tal procede); tener un incontestable respeto a la amistad y atesorarla, jamás faltar a ella y por ningún motivo traicionarla; ser honesto, próvido, cordial, contenido y de maneras sobrias.
Sin embargo, hay quienes no se toman tan a pecho estas consideraciones, y parecen creer que un año es tiempo sobrado para olvidar y dejar de lado cualquier ofensa. Pero yo no olvido (esta memoria, con su crueldad implícita, no me lo permite), y rarísima la ocasión perdono. Más todavía, no hay motivo para perdonar si en la otra parte no sucede ese responsable acto de humildad y honestidad: pedir perdón.
Muy a pesar de que sería lo ideal, las ofensas no son piedras que se deslavan con el tiempo y el paso de las aguas; no pueden enterrarse y con ello darse por zanjadas las cuentas. En este caso, no hay una situación que pueda resolverse, porque no existe más el punto de convergencia que mantuvo la relación durante veinte años; y si bien tengo parte en la responsabilidad por mi intolerancia y la virulencia de mi reacción, es sin duda menor.
Hoy ya no es de mi interés que nuestros caminos se crucen de nuevo y vernos con gusto.

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