Ayer comencé propiamente a instalarme en casa: limpiar el baño (tres veces), acomodar los muebles, lavar los vasos y los tarros de cerveza, esquinar las cajas con libros que no saldrán hasta que no instale los libreros, tomar medidas para todo lo que se tendrá que comprar. He de admitir que mi prioridad era la tele (y qué bonito es verla en verdad, con una recepción razonablemente clara): no es que me pase aplastado las horas que pasé de niño, pero Canal Once en verdad está haciendo la mejor televisión nacional de la que tengo memoria, y XY se convirtió en un capítulo en la mejor serie que he visto jamás (no es que haya visto toda la producción televisiva, así que tampoco tomen eso como dogma).
Y las razones son obvias: una editorial y las vicisitudes que se viven ahí, un manojo de hombres que cubren todos los perfiles que un hombre "debe cumplir hoy en día", el cuidadoso desarrollo de los personajes, las guapotas (brutalmente guapas) del reparto, la honestidad de darles voz y personalidad y vocabulario a cada uno, la extraordinaria música. Puede que las actuaciones a veces tengan fallos, pero es una historia magníficamente escrita. Eso basta y sobra para tomarla en consideración.
Terminó el capítulo ("la edición"), y terminé una vez más con una ansiedad feroz de ver el siguiente. El sueño, que debiera ser una plaga incontrolable en estos días, se ha vuelto escurridizo, así que me acomodé en la cama. Una voz en off habla de una banda que surgió en Manchester y revolucionó la música, que creció con la ciudad y cuyas historias no pueden deslindarse; por lo bajo, admite que la película que he de ver es, en sí misma, la historia de la ciudad: Joy Division es, también, la ciudad que los arropó.
Quienes en algún momento se relacionaron con Joy Division recuerdan candorosamente los puntos más significativos de su historia: los artistas involucrados en la estética visual de discos y fotografías, los productores que –casi en un accidente– construyeron un sonido distintivo que ninguna imitación iguala dignamente (no digamos que lo supera), los miembros de la industria musical que apoyaron ese sonido feroz, los amigos que lo atestiguaron y lo sufrieron.
Honesta, abrumadoramente emotiva, a veces graciosa (cuando no ridícula: Peter Hook será un glorioso bajista, pero tiene una manera más bien ramplona de narrar historias en absoluto cómicas), Joy Division (Grant Gee, 2007) es la fotografía a la distancia de un momento en que las inquietudes de una generación no encuentran ya cabida. Hoy en día todo tiene cabida, y me atrevo a creer que eso va en detrimento para el desarrollo de la cultura y los individuos: todo es aceptado, no hay límite a romper, no se buscan nuevas formas, ser un loco es norma y no excepción (hubo en tiempo en que los locos daban voz a los dioses y el futuro).
Es doloroso considerar que quizá jamás exista otra banda como Joy Division: por más que el indie haya dado y siga dando sonidos espectaculares, la capitalización de las ideas y su industrialización no han de permitir, al menos en un futuro mediano, que las exploraciones artísticas se rijan por una noción de construcción de identidad y expresión particular, sino por criterios de masas y comercialización. Ya lo había declarado Barthes hace muchos años: la última obra maestra de todos los tiempos es el Ulises; habrá que preguntarse si ya ha aparecido esa última en música.
Llegar a casa no es botar la mochila en el primer rincón y rascarles las orejas a los gatos, sino tirarse con ellos y disfrutar el tiempo: encontrar de nuevo placeres que ya parecen desconocidos.
Y las razones son obvias: una editorial y las vicisitudes que se viven ahí, un manojo de hombres que cubren todos los perfiles que un hombre "debe cumplir hoy en día", el cuidadoso desarrollo de los personajes, las guapotas (brutalmente guapas) del reparto, la honestidad de darles voz y personalidad y vocabulario a cada uno, la extraordinaria música. Puede que las actuaciones a veces tengan fallos, pero es una historia magníficamente escrita. Eso basta y sobra para tomarla en consideración.
Terminó el capítulo ("la edición"), y terminé una vez más con una ansiedad feroz de ver el siguiente. El sueño, que debiera ser una plaga incontrolable en estos días, se ha vuelto escurridizo, así que me acomodé en la cama. Una voz en off habla de una banda que surgió en Manchester y revolucionó la música, que creció con la ciudad y cuyas historias no pueden deslindarse; por lo bajo, admite que la película que he de ver es, en sí misma, la historia de la ciudad: Joy Division es, también, la ciudad que los arropó.
Quienes en algún momento se relacionaron con Joy Division recuerdan candorosamente los puntos más significativos de su historia: los artistas involucrados en la estética visual de discos y fotografías, los productores que –casi en un accidente– construyeron un sonido distintivo que ninguna imitación iguala dignamente (no digamos que lo supera), los miembros de la industria musical que apoyaron ese sonido feroz, los amigos que lo atestiguaron y lo sufrieron.
Honesta, abrumadoramente emotiva, a veces graciosa (cuando no ridícula: Peter Hook será un glorioso bajista, pero tiene una manera más bien ramplona de narrar historias en absoluto cómicas), Joy Division (Grant Gee, 2007) es la fotografía a la distancia de un momento en que las inquietudes de una generación no encuentran ya cabida. Hoy en día todo tiene cabida, y me atrevo a creer que eso va en detrimento para el desarrollo de la cultura y los individuos: todo es aceptado, no hay límite a romper, no se buscan nuevas formas, ser un loco es norma y no excepción (hubo en tiempo en que los locos daban voz a los dioses y el futuro).
Es doloroso considerar que quizá jamás exista otra banda como Joy Division: por más que el indie haya dado y siga dando sonidos espectaculares, la capitalización de las ideas y su industrialización no han de permitir, al menos en un futuro mediano, que las exploraciones artísticas se rijan por una noción de construcción de identidad y expresión particular, sino por criterios de masas y comercialización. Ya lo había declarado Barthes hace muchos años: la última obra maestra de todos los tiempos es el Ulises; habrá que preguntarse si ya ha aparecido esa última en música.
Llegar a casa no es botar la mochila en el primer rincón y rascarles las orejas a los gatos, sino tirarse con ellos y disfrutar el tiempo: encontrar de nuevo placeres que ya parecen desconocidos.
3 comentarios:
me diste ganas de escuchar a JD, saludes a tus gaticos
XY es la onda, mi querido.
Le mando un abrazo para los momentos de mudanza insostenibles.
D.
Los dos discos de Joy Division son más importantes para la historia que (prácticamente) todo lo que hoy puedo escuchar en el radio.
La puritita onda!! Sostenida la mudanza, nomás falta poner todo en su lugar (o sea, como en enero).
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