[siguiendo las "Instrucciones para los criados" de Swift]
Por todos es bien sabido que no hay error más evidente que prestar un libro, pues lo más seguro es que cambie de dueño de manera irrevocable. Sin embargo, más que un error, resulta una estupidez devolver el libro en cuestión; pero si tal es la honesta intención de quien originalmente fue el beneficiario del préstamo, tiene a su favor y derecho un buen número de maneras para cumplir su cometido.
Por ejemplo, puede deslizarlo bajo la puerta del dueño original; pero si el espacio es muy estrecho o el libro muy ancho, tiene la opción de considerar mero artificio y adorno el lomo y las pastas, arrancarlas e intentarlo de nuevo, o descoser los folios y las hojas hasta que haya pasado por completo.
Puede también, en un acto de supremo celo, quemar el ejemplar para que nadie más pueda leerlo, y en un acto de mayor honestidad aún, entregar las cenizas al dueño, para que conserve su innegable propiedad. Pero si su intención es totalmente la opuesta y prefiere divulgar y compartir el objeto, deberá tender un hilo y colgar hoja tras hoja el volumen en el camino más transitado del rumbo: tal vez un peregrino, para distraer el peso de la caminata, se lleve algunos pliegos consigo, y entonces la pía empresa habrá logrado un éxito tangible.
Si se suscitara el caso de que no contara con un carrete de hilo, puede mojar las hojas y pegarlas en las ventanas, digamos, de la casa del dueño: el cometido será el mismo y el resultado aceptablemente similar.
Podría, también, sentir un espíritu poético y entonces es posible que surja el impulso de hacer llegar más lejos esa magnífica pieza del talento y la emoción humana y deshoje el volumen para que lo arrastre el viento. He sabido, por un respetable comerciante, que una hoja puede llegar lo mismo a Valencia que a Nápoles con el auspicio de las corrientes del Norte. Esto asegura que algún afortunado caminante participe del placer y por qué no, tal vez el propio dueño.
Pero si le preocupara la integridad del libro -pues bien podría cambiar de opinión y pedirlo de nuevo al dueño por tiempo indefinido-, le conviene guardarlo en un saco y dejarlo a su puerta de entrada. Y si su cambio de parecer estuviera algo más claro, puede tener la certeza de que ese impertinente tenedor de libros habrá de reclamarlo en alguna oportunidad, por lo que no resulta una imprudencia empacar con todo escrúpulo el objeto, dejar el atillo al pie de la propia puerta y esperar a que el susodicho pase a buscarlo.
Sin embargo, no queda duda de que la opción más sencilla y segura de hacer tan honrada entrega es tocar a la puerta del propietario y entregarlo en mano.
Por ejemplo, puede deslizarlo bajo la puerta del dueño original; pero si el espacio es muy estrecho o el libro muy ancho, tiene la opción de considerar mero artificio y adorno el lomo y las pastas, arrancarlas e intentarlo de nuevo, o descoser los folios y las hojas hasta que haya pasado por completo.
Puede también, en un acto de supremo celo, quemar el ejemplar para que nadie más pueda leerlo, y en un acto de mayor honestidad aún, entregar las cenizas al dueño, para que conserve su innegable propiedad. Pero si su intención es totalmente la opuesta y prefiere divulgar y compartir el objeto, deberá tender un hilo y colgar hoja tras hoja el volumen en el camino más transitado del rumbo: tal vez un peregrino, para distraer el peso de la caminata, se lleve algunos pliegos consigo, y entonces la pía empresa habrá logrado un éxito tangible.
Si se suscitara el caso de que no contara con un carrete de hilo, puede mojar las hojas y pegarlas en las ventanas, digamos, de la casa del dueño: el cometido será el mismo y el resultado aceptablemente similar.
Podría, también, sentir un espíritu poético y entonces es posible que surja el impulso de hacer llegar más lejos esa magnífica pieza del talento y la emoción humana y deshoje el volumen para que lo arrastre el viento. He sabido, por un respetable comerciante, que una hoja puede llegar lo mismo a Valencia que a Nápoles con el auspicio de las corrientes del Norte. Esto asegura que algún afortunado caminante participe del placer y por qué no, tal vez el propio dueño.
Pero si le preocupara la integridad del libro -pues bien podría cambiar de opinión y pedirlo de nuevo al dueño por tiempo indefinido-, le conviene guardarlo en un saco y dejarlo a su puerta de entrada. Y si su cambio de parecer estuviera algo más claro, puede tener la certeza de que ese impertinente tenedor de libros habrá de reclamarlo en alguna oportunidad, por lo que no resulta una imprudencia empacar con todo escrúpulo el objeto, dejar el atillo al pie de la propia puerta y esperar a que el susodicho pase a buscarlo.
Sin embargo, no queda duda de que la opción más sencilla y segura de hacer tan honrada entrega es tocar a la puerta del propietario y entregarlo en mano.
4 comentarios:
Vaya que cosas, hoy pensaba sobre la tristeza de un libro mutilado, escribí algo al respecto.
http://apocatastasis.wordpress.com/2009/06/05/biblioclastia/
En fin, para mí es lo más normal devolver un libro, de hecho eso es lo que se espera que hagan los usuarios, aunque, bueno existen las tragedias.
Es lo deseable, cierto, pero reza un viejo refrán que es pendejo quien presta un libro, pero es más pendejo el que lo devuelve. En el marco de una biblioteca, tendría que funcionar de manera contraria.
¡ZAZ!
¿Regresar un libro?
He ahí el dilema... mejor me los quedo.
Por eso digo: como pa qué prestarlo y como pa qué devolverlo.
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