martes, 30 de junio de 2009

Todos conmigo, a una

I.
Atrapado en la oficina. Regularmente apago la computadora a las once de la noche porque estoy trabajando en A, B, C o D o ninguna de las anteriores (v.g. estoy buscando música loca o jugando solitario). Pero desde hace más de una hora, cuando por fin decidía que era pertinente hacer camino, diluvia: el solo camino a la entrada del metro me sobraría para terminar empapado, y no me imagino los quince minutos que me toma llegar a la casa.
El rayo que cayó como a cuarenta pasos me reitera que lo pertinente es quedarme enclaustrado.

II.
Estas semanas han requerido disciplina: trabajar las hojas sepultadas y darles un buen uso. Hoy terminó esa etapa, lo que no quiere decir que vuelven a su sepultura y abandono, sino que esperan su tiempo (y tendremos todos que esperar con paciencia).

III.
En atención a mi gusto por la ropa seca, debiera atender (dada la ocasión) los menesteres que dejé pendientes estas tres semanas: dos correcciones, una más personal que la otra, una nota que supuestamente escribí hace un tiempo (y que estoy apenas planeando) para una revista en la que me he de enrolar, un artículo para un científico loco que me asedia desde el viernes pasado, algún expediente de esta heroica revista académica que sufraga determinadas necesidades a costa de la eficiencia de los procesos (perdonen doctores, pero sus trabajos no son tan importantes a veces).

IV.
Cómo, no lo pregunten, porque no es muy claro, pero este post carga el número trescientos sobre sus espaldas. Una de mis obsesiones es leer con más atención las páginas 50, 100, 150 y las que siguen en la progresión, y siento una curiosa ansiedad de sólo ver la que antecede.
Hecha la nota, todos: conmigo.

2 comentarios:

Ciencia Vudú dijo...

Según yo, las lluvias de la ciudad de México se dividen en las que caen durante la tarde/noche -las más comunes- y las que caen de mañana: las peores.

Una vez, cuando iba e secudnaria -hace ya bastante- cayó una de las últimas. Yo me iba en camión a la escuela, a diferencia de la mayoría de mis compañeros, y me empapé. En serio que llegué como si me hubiera metido a nadar durante media hora. La cosa es que tenía que andar caminando una subida de muchas cuadras. Muchos de mis compañeros (sus papás en realidad) me vieron y me pasaron de largo, ja, seguro pensaron que les iba a arruinar la tapicería.

Después de ese día, ya nunca uso paraguas ni me cubro cuando llueve. Nada podría supera aquel día.

Como ves, entiendo bien tu reciente experiencia.

Un abrazo.

CV

Julián Iriarte (bueno, ya: Oliver) dijo...

Cuando iba yo en primero de secundaria -quizá hace menos-, cayó una tormenta durante la última clase; no conformes con habernos empapado, brincoteamos bajo los desagües de la azotea: un generoso chorro de diez centímetros, cayendo diez metros. Baño con masaje incluido.
No he vuelto a mojarme de esa manera, pero tampoco me provoca mayor disgusto, salvo cuando cargo el libro y veo que las hojas están cambiando de color.
Abrazo