Hace ya tres días (advierto que empecé a escribir esta entrada desde el miércoles, pero benditos mis trabajos y la falta de una conexión de internet en casa...) fue el cumpleaños de una extraordinaria amiga; contrario a lo que he hecho desde que empezó este blog, no voy a levantar un poema como regalo. Más bien, me voy a tomar la libertad de robarle un regalo a ella.
Antes de entrar en materia y hablar de su manera de ser y sus cualidades tan maravillosas, la parte más interesante de esta historia es otra: si uno mira su historial, la conclusión a la que llega es que es de las puntas del mundo.
De padres coreanos, creció en Colombia, donde las maestras la veían raro porque no tenían manera ni de regañarla, pues evidentemente no se entendían. Vino todavía niña a México y se fue a Glendale, California, a estudiar la preparatoria. Ya en la universidad (¿era UCLA? En fin, de ese dato ya no me acuerdo con precisión), en un intercambio en París conoció a uno de los amores de su vida: de familia sudamericana (otro dato que también se me olvidó) y radicado en Miami, se fueron a topar del otro lado del charco. Lo más divertido, y lo que llevó al quiebre de ese idilio, fue mantener la relación de extremo a extremo de la nación americana (amor de lejos...); pero al menos ese rato le fue lindo y lo disfrutó todo cuanto pudo. Después disfrutó de ofenderlo porque el tipo salió un mamarracho de ésos que dan ganas de pisar...
Y ahora sí: nos conocimos en primero de secundaria, hace trece años más o menos. La única chica oriental no sólo de la generación, sino de toda la escuela; evidentemente, como buenos adolescentes estúpidos, era la recipiendaria de sustancioso número de burlas y chistes tontos. Sin embargo, nadie se imaginaba que era más ruda que muchos de nosotros, mucho más inteligente y cabrona, así que se hizo un lugar de harto respeto (y cuidado alguien hiciera un nuevo chiste, que además tiene la mano pesada).
De esos años es una de mis anécdotas favoritas. En una fiesta, un amigo me enseñó a desmayar gente; me guardo de detallar la técnica, no sea que alguien cometa la misma estupidez que nosotros y luego me lluevan insultos debido a mi mala influencia en las miríadas de lectores que cruzan diariamente por este blog (ajá...). El asunto es que llegué muy ufano el lunes por la mañana y a mediodía ya se habían desmayado unas quince personas; después desmayé al resto del salón y luego a los salones vecinos. El juego nos duró unas dos semanas hasta que algún soplón le llevó el chisme a los maestros. "Pónganse de pie todos los que se desmayaron" y dos (de treinta y siete) se quedaron sentados (jiji); supongo que no pensaron que fuéramos tantos, así que cambiaron la táctica: "Quédense de pie los que desmayaron a alguien más". Y sí, sólo fuimos once, siete de los cuales ya teníamos nutridos expedientes. Pero ella no: ella era una estudiante modelo, con espléndidas calificaciones, con el respeto y el aprecio de nuestros maestros, con responsabilidades "administrativas" como representante de los alumnos ante el profesorado. ¿Cómo había nuestra mala influencia llegado tan lejos? Un día de suspensión y una investigación para todos, salvo para mí, que me tocaron dos días de suspensión y no recuerdo qué castigo.
Pero lo más bonito de esa anécdota fue la junta de la directora con los padres de los niños estúpidos que hacían travesuras tontas en su tiempo de descanso. A algunos ya se les veía la costumbre en la cara ("otra vez hizo su estupidez..."), pero su madre se mostraba absolutamente impasible. Tras una larga perorata en que la directora medianamente hizo creer a nuestros padres que eran los peores del mundo y que habían educado vestias [sic] de la más baja estofa, la señora sonríe, se levanta y se despide con un "Gracias, buenas noches". Recuerdo al padre de un gran amigo, un tipo de casi dos metros y como 120 kilos, carcajeándose en la cara de la directora y dándole palmaditas a su hijo en el hombro.
Entonces sus padres decidieron que lo pertinente era que se prepara para estudiar una carrera universitaria en Estados Unidos, así que la mandaron a una escuela americana. Después tuvo ese ingrato periodo de incertidumbre en que no queda claro qué quiere uno hacer con su vida. Y tuve chance de echar chisme con ella y hacer mis sugerencias, tan pertinentes como podían ser, viniendo de otro perdido en la incertidumbre.
Durante algún tiempo recibí postales suyas, casi todas remitidas desde Corea. Mi favorita es en sí una fotografía: ella, vistiendo un traje azul de combate de ésos que tienen careta porque usan "espadas" (no sabría darles un término, y en mis malas condiciones no estoy para tirarme un clavado al Wikipedia) de bambú. Y a pesar de la rejilla de la careta, la sonrisa traviesa de "te puedo reventar a golpes y yo no sentiría ni remordimiento" es de las cosas que hasta provocan envidia.
Algunos años después supe que daba clases de inglés a niños de primaria en Corea. Lo divertido es que, en tanto eran un chorro de chamacos, decidió ponerles los nombres de los cuates... Aquí debiera acotar otra anécdota: antes de entrar a la unversidad, vino de California a pasar una temporada corta con la familia; para la cena de despedida fuimos a un restaurante coreano (dah...) donde había karaoke, en coreano (doble dah...). Me acuerdo que me senté en la banquita a reírme, y reventé cuando le pedimos que nos cantara: "Es que no sé leer coreano, nomás sé escribirlo". A la luz de esto, no me termino de imaginar lo entretenida y folclórica que debe haber sido una clase suya.
Admito que hemos perdido contacto, y buena parte de eso es culpa mía. Mis últimas noticias fueron que regresaba a California a estudiar una maestría (¿una maestría? Bueno: algo), aunque lo hacía sólo porque Corea la mandaba de regreso.
En fin. No es fácil darle continuidad a una amistad así, pero es de las que uno recuerda con un chorro de afecto.
Te extraño un chorro, amarillita. Y donde corchos sea que estés, un besote.
P.D. Si alguien en algún momento de su vida se ha topado con Andrea Lee Ko, haga el favor de avisarle que acá tiene un pequeño regalo.
Antes de entrar en materia y hablar de su manera de ser y sus cualidades tan maravillosas, la parte más interesante de esta historia es otra: si uno mira su historial, la conclusión a la que llega es que es de las puntas del mundo.
De padres coreanos, creció en Colombia, donde las maestras la veían raro porque no tenían manera ni de regañarla, pues evidentemente no se entendían. Vino todavía niña a México y se fue a Glendale, California, a estudiar la preparatoria. Ya en la universidad (¿era UCLA? En fin, de ese dato ya no me acuerdo con precisión), en un intercambio en París conoció a uno de los amores de su vida: de familia sudamericana (otro dato que también se me olvidó) y radicado en Miami, se fueron a topar del otro lado del charco. Lo más divertido, y lo que llevó al quiebre de ese idilio, fue mantener la relación de extremo a extremo de la nación americana (amor de lejos...); pero al menos ese rato le fue lindo y lo disfrutó todo cuanto pudo. Después disfrutó de ofenderlo porque el tipo salió un mamarracho de ésos que dan ganas de pisar...
Y ahora sí: nos conocimos en primero de secundaria, hace trece años más o menos. La única chica oriental no sólo de la generación, sino de toda la escuela; evidentemente, como buenos adolescentes estúpidos, era la recipiendaria de sustancioso número de burlas y chistes tontos. Sin embargo, nadie se imaginaba que era más ruda que muchos de nosotros, mucho más inteligente y cabrona, así que se hizo un lugar de harto respeto (y cuidado alguien hiciera un nuevo chiste, que además tiene la mano pesada).
De esos años es una de mis anécdotas favoritas. En una fiesta, un amigo me enseñó a desmayar gente; me guardo de detallar la técnica, no sea que alguien cometa la misma estupidez que nosotros y luego me lluevan insultos debido a mi mala influencia en las miríadas de lectores que cruzan diariamente por este blog (ajá...). El asunto es que llegué muy ufano el lunes por la mañana y a mediodía ya se habían desmayado unas quince personas; después desmayé al resto del salón y luego a los salones vecinos. El juego nos duró unas dos semanas hasta que algún soplón le llevó el chisme a los maestros. "Pónganse de pie todos los que se desmayaron" y dos (de treinta y siete) se quedaron sentados (jiji); supongo que no pensaron que fuéramos tantos, así que cambiaron la táctica: "Quédense de pie los que desmayaron a alguien más". Y sí, sólo fuimos once, siete de los cuales ya teníamos nutridos expedientes. Pero ella no: ella era una estudiante modelo, con espléndidas calificaciones, con el respeto y el aprecio de nuestros maestros, con responsabilidades "administrativas" como representante de los alumnos ante el profesorado. ¿Cómo había nuestra mala influencia llegado tan lejos? Un día de suspensión y una investigación para todos, salvo para mí, que me tocaron dos días de suspensión y no recuerdo qué castigo.
Pero lo más bonito de esa anécdota fue la junta de la directora con los padres de los niños estúpidos que hacían travesuras tontas en su tiempo de descanso. A algunos ya se les veía la costumbre en la cara ("otra vez hizo su estupidez..."), pero su madre se mostraba absolutamente impasible. Tras una larga perorata en que la directora medianamente hizo creer a nuestros padres que eran los peores del mundo y que habían educado vestias [sic] de la más baja estofa, la señora sonríe, se levanta y se despide con un "Gracias, buenas noches". Recuerdo al padre de un gran amigo, un tipo de casi dos metros y como 120 kilos, carcajeándose en la cara de la directora y dándole palmaditas a su hijo en el hombro.
Entonces sus padres decidieron que lo pertinente era que se prepara para estudiar una carrera universitaria en Estados Unidos, así que la mandaron a una escuela americana. Después tuvo ese ingrato periodo de incertidumbre en que no queda claro qué quiere uno hacer con su vida. Y tuve chance de echar chisme con ella y hacer mis sugerencias, tan pertinentes como podían ser, viniendo de otro perdido en la incertidumbre.
Durante algún tiempo recibí postales suyas, casi todas remitidas desde Corea. Mi favorita es en sí una fotografía: ella, vistiendo un traje azul de combate de ésos que tienen careta porque usan "espadas" (no sabría darles un término, y en mis malas condiciones no estoy para tirarme un clavado al Wikipedia) de bambú. Y a pesar de la rejilla de la careta, la sonrisa traviesa de "te puedo reventar a golpes y yo no sentiría ni remordimiento" es de las cosas que hasta provocan envidia.
Algunos años después supe que daba clases de inglés a niños de primaria en Corea. Lo divertido es que, en tanto eran un chorro de chamacos, decidió ponerles los nombres de los cuates... Aquí debiera acotar otra anécdota: antes de entrar a la unversidad, vino de California a pasar una temporada corta con la familia; para la cena de despedida fuimos a un restaurante coreano (dah...) donde había karaoke, en coreano (doble dah...). Me acuerdo que me senté en la banquita a reírme, y reventé cuando le pedimos que nos cantara: "Es que no sé leer coreano, nomás sé escribirlo". A la luz de esto, no me termino de imaginar lo entretenida y folclórica que debe haber sido una clase suya.
Admito que hemos perdido contacto, y buena parte de eso es culpa mía. Mis últimas noticias fueron que regresaba a California a estudiar una maestría (¿una maestría? Bueno: algo), aunque lo hacía sólo porque Corea la mandaba de regreso.
En fin. No es fácil darle continuidad a una amistad así, pero es de las que uno recuerda con un chorro de afecto.
Te extraño un chorro, amarillita. Y donde corchos sea que estés, un besote.
P.D. Si alguien en algún momento de su vida se ha topado con Andrea Lee Ko, haga el favor de avisarle que acá tiene un pequeño regalo.
1 comentario:
Hola Oliver: Muy bueno ese recuerdo de tu amiga amarillita como tu la llamas y me alegro que por lo menos hoy eso tan bueno tenga su residencia en tu cabeza. Si la encuentro le dirè que tienes un regalo para ella, su recuerdo. Un beso .
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