La batalla deportiva, caballeresca, despierta las mejores características humanas. No divide, sino que une a los combatientes en entendimiento y respeto. También ayuda a unir a las naciones en el espíritu de la paz. Por ello la Llama Olímpica no debe morir jamás.
-Adolf Hitler
-Adolf Hitler
Consideré seriamente escribir sobre lo asqueado que estoy y quejarme de un imbécil y su novia, quienes usan mis artículos de higiene personal como si fueran propios (y no quieren saber cómo me di cuenta ni lo asqueado que todavía estoy ni las ganas que tengo de prenderles fuego a los dos [después de todo, las bacterias no sobreviven a altas temperaturas] ni lo desagradables que me parecen estos dos franceses).
Por el contrario, muy a tono con el espíritu olímpico (y, maldita sea, admito que me enteré hasta la noche del sábado que los Juegos ya habían inaugurado), habré de divagar en torno a esta fotografía que me encontré en el Wikipedia (todos los datos -o casi todos- que encuentren aquí se los debemos a la inconmensurable sabiduría de la enciclopedia libre). Tomada en los Juegos de Berlín de 1936, me parece una de las ironías más escabrosas que hayan sucedido en la historia, particularmente de la gráfica.
Es harto sabido que, bajo el régimen Nazi, las Olimpiadas de 1936 sirvieron como propaganda de la supremacía aria: no por nada Joseph Goebbels, incuestionablemente lúcido (caso brutal que demuestra que la lucidez es un arma de grave poder), era el Ministro de Propaganda del Reich y quien convenció a Hitler de hacer los Juegos. En cierto sentido, el cometido propagandístico se logró, pues Alemania ganó un total de 89 medallas, 33 más que Estados Unidos, quien le siguió en la tabla.
Pero no hay historia gloriosa que no tenga sus fallos, ocultos o evidentes; y para ésta fue James Cleveland Owens. Habrá que anotar que el fallo no fue sólo para el Reich, sino también para la segregación (que ah, cuántas resonancias tiene con el nazismo, toda proporción guardada) en Estados Unidos.
La prueba reina de las Olimpiadas de Verano, como absolutamente todos sabemos, son los cien metros planos. Tal fama no es gratuita: en Iliada, una de las pruebas que pone Aquiles durante los funerales de Patroclo es una carrera que gana Ulises (aunque es de dudar que hayan sido cien metros). Podría decir, sin temor a equivocarme, que el valor de Citius se traduce en esos diez segundos, mismos que cada cuatro años van a la baja.
Para terrible sorpresa del Reich, y de Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos, Jesse James y Ralph Metcalfe ganaron oro y plata en los cien metros. El primer día de los Juegos, Hitler felicitaba exclusivamente a atletas alemanes; después se rehusó a hacerlo: el Comité Olímpico lo instó a saludar a todos los atletas ganadores o mejor no hacerlo. Por supuesto, ni Owens ni Metcalfe cruzaron más que una mirada con el canciller; y tampoco lo hicieron con el honorable presidente de su país, que ni siquiera les escribió un telegrama.
Sin embargo, el mayor fallo para esa grandilocuencia supremacista no fue ese día, 3 de agosto de 1936, sino al siguiente, cuando se disputó el salto de longitud. Owens, después de fallar sus dos primeros intentos, estuvo a punto de no calificar para la última ronda. Lutz Long, competidor alemán que ya había calificado, se acercó a él y le aconsejó que saltara antes de la línea de partida; si bien el consejo es absurdamente simple (sí, ya sé que un atleta no se puede dar el lujo de perder ni milímetros siquiera, pero tampoco la oportunidad de continuar), a Owens no parecía habérsele cruzado por la cabeza.
El resultado de esa frase simple se ve en la foto: Jesse Owens en el oro, Lutz Long en plata y Naoto Tajima en bronce.
Un alemán, en un gesto de amabilidad, consideración y compañerismo, se arriesga a verse vencido por su contrincante, que además es negro, y efectivamente se ve sobrepasado por casi veinte centímetros; un alemán, imbuido en un régimen intolerante y discriminador, se pone en igualdad de condiciones con otro que -en esencia- es igual, pero que ante los ojos del resto es inferior. Al parecer, no fue fácil para Long acercarse a Owens frente a los principales del gobierno y felicitarlo, pero antepuso el entendimiento y el respeto -dos cosas que, sobra decir, se ganan- que se mencionan allá arriba al prejucio ajeno.
Pero sería injusto olvidar el bronce en esta enorme ironía. En esa imagen, tres atletas de diferentes naciones, de tres continentes distintos, de tres lenguas distintas, están reunidos en el mismo sitio, como iguales, y escuchan el himno americano con respeto, un himno que momentáneamente avergüenza a los compatriotas: ¿cómo un negro ha de ser mejor que todos nosotros, blancos de sangre limpia y superior, con derechos, con privilegios, con mayores capacidades? Y qué terrible es que las naciones no sean a imagen y semejanza de su gente: una nación celebra la supremacía e instituye los campos de concentración, una nación busca extender sus territorios y se permite licencias atroces, una nación demuestra su supremacía devastando dos ciudades.
Y todo, apenas nueve años después de tomada esa foto.
Es harto sabido que, bajo el régimen Nazi, las Olimpiadas de 1936 sirvieron como propaganda de la supremacía aria: no por nada Joseph Goebbels, incuestionablemente lúcido (caso brutal que demuestra que la lucidez es un arma de grave poder), era el Ministro de Propaganda del Reich y quien convenció a Hitler de hacer los Juegos. En cierto sentido, el cometido propagandístico se logró, pues Alemania ganó un total de 89 medallas, 33 más que Estados Unidos, quien le siguió en la tabla.
Pero no hay historia gloriosa que no tenga sus fallos, ocultos o evidentes; y para ésta fue James Cleveland Owens. Habrá que anotar que el fallo no fue sólo para el Reich, sino también para la segregación (que ah, cuántas resonancias tiene con el nazismo, toda proporción guardada) en Estados Unidos.
La prueba reina de las Olimpiadas de Verano, como absolutamente todos sabemos, son los cien metros planos. Tal fama no es gratuita: en Iliada, una de las pruebas que pone Aquiles durante los funerales de Patroclo es una carrera que gana Ulises (aunque es de dudar que hayan sido cien metros). Podría decir, sin temor a equivocarme, que el valor de Citius se traduce en esos diez segundos, mismos que cada cuatro años van a la baja.
Para terrible sorpresa del Reich, y de Franklin Delano Roosevelt en Estados Unidos, Jesse James y Ralph Metcalfe ganaron oro y plata en los cien metros. El primer día de los Juegos, Hitler felicitaba exclusivamente a atletas alemanes; después se rehusó a hacerlo: el Comité Olímpico lo instó a saludar a todos los atletas ganadores o mejor no hacerlo. Por supuesto, ni Owens ni Metcalfe cruzaron más que una mirada con el canciller; y tampoco lo hicieron con el honorable presidente de su país, que ni siquiera les escribió un telegrama.
Sin embargo, el mayor fallo para esa grandilocuencia supremacista no fue ese día, 3 de agosto de 1936, sino al siguiente, cuando se disputó el salto de longitud. Owens, después de fallar sus dos primeros intentos, estuvo a punto de no calificar para la última ronda. Lutz Long, competidor alemán que ya había calificado, se acercó a él y le aconsejó que saltara antes de la línea de partida; si bien el consejo es absurdamente simple (sí, ya sé que un atleta no se puede dar el lujo de perder ni milímetros siquiera, pero tampoco la oportunidad de continuar), a Owens no parecía habérsele cruzado por la cabeza.
El resultado de esa frase simple se ve en la foto: Jesse Owens en el oro, Lutz Long en plata y Naoto Tajima en bronce.
Un alemán, en un gesto de amabilidad, consideración y compañerismo, se arriesga a verse vencido por su contrincante, que además es negro, y efectivamente se ve sobrepasado por casi veinte centímetros; un alemán, imbuido en un régimen intolerante y discriminador, se pone en igualdad de condiciones con otro que -en esencia- es igual, pero que ante los ojos del resto es inferior. Al parecer, no fue fácil para Long acercarse a Owens frente a los principales del gobierno y felicitarlo, pero antepuso el entendimiento y el respeto -dos cosas que, sobra decir, se ganan- que se mencionan allá arriba al prejucio ajeno.
Pero sería injusto olvidar el bronce en esta enorme ironía. En esa imagen, tres atletas de diferentes naciones, de tres continentes distintos, de tres lenguas distintas, están reunidos en el mismo sitio, como iguales, y escuchan el himno americano con respeto, un himno que momentáneamente avergüenza a los compatriotas: ¿cómo un negro ha de ser mejor que todos nosotros, blancos de sangre limpia y superior, con derechos, con privilegios, con mayores capacidades? Y qué terrible es que las naciones no sean a imagen y semejanza de su gente: una nación celebra la supremacía e instituye los campos de concentración, una nación busca extender sus territorios y se permite licencias atroces, una nación demuestra su supremacía devastando dos ciudades.
Y todo, apenas nueve años después de tomada esa foto.
2 comentarios:
te faltó contar que los intentos fallidos de owens parecían más una farsa de los jueces y que owens y lutz se hicieron amigos, y que hitler le dio a todos sus deportistas la absolución para no ir a la guerra, menos a lutz, y que después de un tiempo mandaron a lutz al frente, y que se hizo una batalla donde dejaron (obligado) solo a lutz defendiendo un puesto. y que lutz estuvo a poco de matar a un italiano que tenía en la mira, pero erró el disparo a propósito y que después solo y disparando varios fusiles para que creyeran que había más ese mismo italiano le rodeó y terminó disparándole y que lo último que hizo lutz fue sacarse la medalla de plata y morir con ella apretada.
Salud! que vivan las olimpiadas!
Bueeeno, como dice allá arriba, yo nomás parafraseé lo que el Wikipedia nos cuenta. Admito que en historia tengo varios yerros.
Pero, ¿a poco no está bien bonita la ironía de ese podio?
Abrazo
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