lunes, 11 de mayo de 2009

Leer a Felix Klein

Elmer Davidson [sic]
11/feb/07
Una vez más, después de otra necia cavilación –durante una temporada comparé (como tantísimos otros) al lenguaje literario con una energía sublime y divina que permea el cuerpo y los canales sutiles del autor; más tarde lo consideré una compleja proyección de un universo personal; después lo comparé con la rebelión satánica contra el lenguaje cotidiano; luego, con un ente en simbiosis con el autor; que todas subyacen todavía, hay que decir–, encuentro una imagen que refleja mi manera de entender la lectura, al tiempo que me ayuda a entender y a explicar(me) mi materia de trabajo (la real, no las compras ni los inventarios de una empresa que me importa un comino): una botella de Klein.
Descrita por primera vez por Felix Klein en 1882, la botella que lleva su nombre es una superficie cerrada, sin volumen, no orientable; por tanto, no hay dentro ni fuera. Su principio constitutivo es la banda de Möbius (descubierta en 1858 por August Ferdinand Möbius), otra superficie no orientable. Ambas superficies pertenecen, en términos matemáticos, a la cuarta dimensión, ese bonito lugar donde los objetos conviven en simultaneidad de tiempo y espacio y al cual nosotros –mortales inmersos en el universo euclideano– no podemos acceder salvo por procesos mentales y deducciones matemáticas. Traerlas a nuestro universo (Klein y Möbius se limitaron a describir cada una desde la matemática y nada más) implica modificar en cierto sentido su estructura, cosa que no es imposible: alguna vez encontré quien tejiera gorritos de esquiar en forma de botella de Klein; debí haber comprado uno...
Si alguien se animara a hacer una banda de Möbius muy grande y alguien más nos pasara la receta para retar a la gravedad durante un rato, entonces los parques de atracciones –en conjunto con museos de ciencias– tendrían una atracción turística bien divertida, porque tranquilamente pasaríamos de la parte de arriba a la de abajo, sin tener más que caminar en línea recta. Pero si alguien más arriesgado hiciera una botella de Klein de proporciones épicas (tamaño Caballo de Troya), entonces la cosa aumenta en valores exponenciales y seguro no me sacan (bueno, es un decir: ¿olvidamos que no hay distinción dentro/fuera?) de ahí.
Así igual con la lectura: cuando leemos, penetramos en un universo que no es el nuestro, pero tampoco salimos de él, tiende al infinito a pesar de tener límites, la lectura nos lleva al interior de sí misma –el lenguaje– sin que dejemos de percibir la superficie. Se abre la perspectiva, nuestra certeza del universo conocido se desmorona: el movimiento, el tiempo, el espacio, la perspectiva de uno mismo, todo se vuelve relativo, si no es que se anula.
Por cierto, los que tienen una botella de Klein recomiendan no llenarla: es una faena limpiarla.

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