[no publicado; tarada...]
Gravemente vanidoso. Pretendo leer, para enfrascarme en un círculo vicioso, el número 2331 del 14 de enero de este año, del presente semanario; me esmero, me fugo de mi oficina para recoger personalmente un ejemplar –mi ejemplar– y presumirme a mí mismo que ya soy un publicado. Abro la página diez y encuentro el encabezado –mi encabezado–, con letras grandes: “Bajo la furia”; y con una sonrisa absolutamente sincera, me quejo amargamente: “Ah, qué bonito; pero ése no es mi nombre”, y me río con gusto.
Ni de lejos me enoja el asunto: de hecho lo disfruto, como cualquier otro juego de la ironía (siendo un animal harto irónico, sería inmoral arremeter contra una situación así). Después de todo, no escogí mi nombre y si lo conservo es por pura costumbre; además, los pseudónimos son moneda corriente en las artes (¿eso ya me hace artista? Seguramente no).
Dos casos: Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, ante la inconformidad de su padre debida a la vocación poética del hijo, se hizo dueño del apellido de un poeta checo de finales del S. XIX y de pronto Pablo Neruda nos suena más natural y cierto en Chile y en español, que Jan Neruda en checo en una república de la Europa central.
Fernando António Nogueira de Reabra Pessoa, por su parte, no recurría al pseudónimo sino al heterónimo (alrededor de setenta, según la última cuenta de su editora en Portugal, lo que no descarta la posibilidad de que existan otros tantos), cuya principal diferencia radica en que uno es meramente un nombre falso, mientras que el otro implica una personalidad, fisonomía, biografía y estilo particular. Y entonces uno no es solamente Fernando Pessoa, sino Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Bernardo Soares al mismo tiempo, sin ser ninguno a cada instante.
(Dicho sea de paso, Harold Bloom, reputadísimo crítico literario norteamericano, apunta en El canon occidental que estos dos son los poetas más representativos del S. XX; decir tal, sin duda, es complicado, considerando la larga, larguísima lista de enormes poetas que cruzaron el siglo.)
En cualquier caso, inmerso en un poema, se nos olvida el nombre del autor, el del libro, hasta el título del poema mismo: existe el poema, existo yo en relación al poema, sus incidencias en algún lugar donde no puedo poner los dedos, existe en muy menor medida el objeto correlativo con que lo ato a mi realidad y por el que se rediseña el mundo y sus objetos. Y apenas queda nada del nombre del poeta.
Que diga Elmer, Octavio, Omar, Julio, Olivier, Ulises o Arnoldo, pues, va dando lo mismo: de cualquier manera, y digan lo que me digan, ya soy un publicado.
Gravemente vanidoso. Pretendo leer, para enfrascarme en un círculo vicioso, el número 2331 del 14 de enero de este año, del presente semanario; me esmero, me fugo de mi oficina para recoger personalmente un ejemplar –mi ejemplar– y presumirme a mí mismo que ya soy un publicado. Abro la página diez y encuentro el encabezado –mi encabezado–, con letras grandes: “Bajo la furia”; y con una sonrisa absolutamente sincera, me quejo amargamente: “Ah, qué bonito; pero ése no es mi nombre”, y me río con gusto.
Ni de lejos me enoja el asunto: de hecho lo disfruto, como cualquier otro juego de la ironía (siendo un animal harto irónico, sería inmoral arremeter contra una situación así). Después de todo, no escogí mi nombre y si lo conservo es por pura costumbre; además, los pseudónimos son moneda corriente en las artes (¿eso ya me hace artista? Seguramente no).
Dos casos: Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, ante la inconformidad de su padre debida a la vocación poética del hijo, se hizo dueño del apellido de un poeta checo de finales del S. XIX y de pronto Pablo Neruda nos suena más natural y cierto en Chile y en español, que Jan Neruda en checo en una república de la Europa central.
Fernando António Nogueira de Reabra Pessoa, por su parte, no recurría al pseudónimo sino al heterónimo (alrededor de setenta, según la última cuenta de su editora en Portugal, lo que no descarta la posibilidad de que existan otros tantos), cuya principal diferencia radica en que uno es meramente un nombre falso, mientras que el otro implica una personalidad, fisonomía, biografía y estilo particular. Y entonces uno no es solamente Fernando Pessoa, sino Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Bernardo Soares al mismo tiempo, sin ser ninguno a cada instante.
(Dicho sea de paso, Harold Bloom, reputadísimo crítico literario norteamericano, apunta en El canon occidental que estos dos son los poetas más representativos del S. XX; decir tal, sin duda, es complicado, considerando la larga, larguísima lista de enormes poetas que cruzaron el siglo.)
En cualquier caso, inmerso en un poema, se nos olvida el nombre del autor, el del libro, hasta el título del poema mismo: existe el poema, existo yo en relación al poema, sus incidencias en algún lugar donde no puedo poner los dedos, existe en muy menor medida el objeto correlativo con que lo ato a mi realidad y por el que se rediseña el mundo y sus objetos. Y apenas queda nada del nombre del poeta.
Que diga Elmer, Octavio, Omar, Julio, Olivier, Ulises o Arnoldo, pues, va dando lo mismo: de cualquier manera, y digan lo que me digan, ya soy un publicado.
2 comentarios:
¡Te bautizo Revilo!
Ah, me encanta mi palíndromo: Revil Oliver.
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