viernes, 15 de mayo de 2009

A merced del lector

[no publicado; tarada...]
Conversando hace unas semanas con mi editor (que es el editor de este semanario, pues nadie más me edita, cosa que no sorprende), después de varias escalas como la narrativa africana –que recordamos sólo a dos o tres autores, porque al menos yo no conozco más– y los cuerpos geométricos del universo no euclideano, tocamos el tema de las traducciones del Quijote al espanglish y la virulenta reacción de la crítica “especializada” de reputado periódico nacional en torno al asunto. Después de todo, es una clara abominación suplir el elegantísimo ‘matalotaje’ (de uso tan común y cotidiano entre nosotros) por algo tan vulgar y repudiable como ‘itacate’; más abominable, por supuesto, que los resúmenes “para niños” que reducen a Alonso Quijano a un payaso ridículo y esquizofrénico.
La plática me llevó a pensar sobre el hecho en otra dirección: esto fue con el Quijote, tan venerada y sólida institución en los panteones literarios, pero ¿no revela una generalidad que debiéramos considerar?
Los libros, ciertamente, son más débiles de lo que creemos y pocas veces están en posibilidad de defenderse; por ejemplo, todo texto literario es susceptible de ser traducido, por supuesto si el traductor es suficientemente hábil como para sortear problemáticas tan complejas como las de Vladimir Mayakovski, E.E. Cummings, los hermanos de Campos o Stéphane Mallarmé. Ahora bien –y por eso mismo–, dice la definición popular que toda traducción es una traición.
En otro aspecto técnico, también la edición modifica eso de que uno se apropia: tengo dos copias de El principito en casa, una de bolsillo a una tinta y otra de gran formato a todo color, y ni el niño en traje de gala ni los baobabs ni las rosas ni los pozos se me figuran los mismos. Si cernimos eso en fino, de la edición príncipe del Quijote a la crítica de Francisco Rico hay algunas horas luz de distancia.
Obviamente, todo libro es objeto de lectura (bueno: verdad de Perogrullo e ilusión platónica y utópica); y ahí mismo pierde la cualidad de único, sólido, inamovible: aunque la descripción de Alonso sea la misma, su imagen será distinta para cada persona que la lea. Y si yo lo imagino escuálido, moreno y de barba blanca caída, un polaco podría verlo algo más corpulento, tez clara y luengo mostacho daliliano. O los molinos están rodeados de tulipanes o no, lo mismo que los castillos pueden ser góticos, mudéjares o como el de Shrek o Disney.
Cada quien se apropia del libro como mejor le parece; o más correctamente, como puede: nuestra imaginación está restringida y/o relacionada a nuestra experiencia y –queramos o no– volvemos recurrentemente, inconscientemente, inevitablemente a lo que conocemos. Entonces, tal vez Paul Ricoeur –filósofo y teórico literario francés– no esté tan errado al decir que existen tantos libros como lectores, pues cada uno refigura el texto como mejor le viene. Y de lo que quiso el autor, sólo quedan tasajos.

2 comentarios:

Palomilla Apocatastásica dijo...

Encontrarse "A merced de..." Terrible frase, me ha dejado días pensando, estar a merced de una vida que parece ajena. Aún peor, estar a merced de un ente irredento, que interpretará las letras como más le plazca, bajo pena de tersgiversar absolutamente la idea que quiso transmitir el escritor.
Estar a merced... terrible frase.

Julián Iriarte (bueno, ya: Oliver) dijo...

Si quisiera yo entrar en un conflicto mayor y desmontar mi propia idea, el lector también está a merced de alguien más, que no es el autor, sino los entes ficcionales. Los personajes, al final de la historia, tienen más capacidad de modificar al lector que en sentido contrario: Alonso podrá cambiar de rostro y parecer más absurdo de lo que es, pero no dejará de ser él mismo; no así el lector, que muy probablemente no va a saber qué camión lo golpeó.
Por lo demás, el escritor rara vez logra decir lo que quería transmitir.