I.Cuando era niño, mis padres no me inculcaron realmente el hábito de la lectura; mi padre, por su parte, optó por no permitirme perder el sentido de la sorpresa. Quiero creer que de alguna manera sabía que eso sería más valioso, pues me llevaría naturalmente a desarrollar la apreciación de las cosas, a admirarme ante ellas (la literatura también); lo dijo Reyes en "
Aristarco": la crítica más disciplinada requiere, por principio de cuentas, la capacidad de sorprenderse y disfrutar o sufrir las obras, que ya después vendrá el rigor y la disección taxonómica.
II.Recuerdo que los libros de texto de la primaria (no tocaré el tema de los penosos planes de estudio propuestos a últimas fechas) estaban sembrados de cuentos; supongo que los autores supusieron en su momento que los niños no serían capaces de leer una obra más extensa. Leí a Rulfo, a Quiroga, a Arreola, quizá a Kipling. Recuerdo que en su mayoría eran cuentos de estructura clásica, de final cerrado.
En toda ley, la primera obra que
leí fue
Las batallas en el desierto, y después
Aura. Muy poco tiempo después, a los quince años,
empecé a escribir: la sombra de Felipe Montero, el narrador que me hablaba, el cuerpo de Aura, el cuerpo que cambia y que es el mismo, fueron directrices para ese primer cuento, para todos los que han venido después. La ambigüedad y el discurso polisémico. Nunca decir puntualmente; insinuar, marcar posibilidades. El sentido que subyace y excede.
Una cosa es el planteamiento; muy otra lograrlo.
III.Un "asunto" que deben imputar siempre a un autor es su mal vicio de asociar su
modus scribendi con el fuero personal; y peor todavía, su incapacidad para disociar su
modus scribendi de su
modus vivendi. En algún punto resulta de lo más normal cuando sus personajes (algunos) actúan como él, pero es del todo insano cuando concibe el mundo de la misma manera en que concibe la ficción.
Perder la conciencia de esos límites es tentar a la solidez de la cordura. Y sin embargo, parece tan natural que se suele caer rendido ante la ilusión de construir el mundo, de que uno es Allah el artista, y no un mero artesano. Peligro como pocos. Vicio mayor que cualquiera que nombren.
IV.Es recurrente escucharme en un discurso ambiguo. Es recurrente que no diga lo quiero o debo decir, sino todo lo que se puede encerrar en una frase: al fondo de esa caja lingüística hay un gato de Schrödinger. Es recurrente que no sepa decir cuando debiera ser más sencillo. Y la voz quema, a veces dura, a veces amarga, a veces cruel, a veces insolente, feroz, torpe, dulce, sutil. Y la voz quema.
Si la ofensa sucede, será porque he sido torpe: insulto cuando quiero, deliberadamente y con confianza, jamás inercia.