La noche de ayer clausuró el Festival: el Balkan Beat Box es pura diversión, y el Asian Dub Foundation es feroz; en un país como éste, su dinámica de trabajo, composición y reflexión social y política son una aguja quebrando hielo. Estoy convencido de que sí hay otra manera de pensar las cosas, el mundo y la realidad se pueden resolver de otra manera.
A pesar de que pudo ser mi concierto favorito de esta edición del Festival, lamento decir que no: hubiera sido mucho más divertido de haber estado más cerca del escenario para escuchar mejor. Siendo francos, el audio fue pobre. Al margen de eso, y muy probablemente porque esperaba una versión exponencial, algo me resulta de mayor relevancia que el concierto.
Debido a mis rasgos paranoides y -en palabras de Lemuel- a una memoria feliz, salgo con la predisposición de encontrarme con alguien: en bares, fiestas y eventos de vario color, suelo reconocer rostros que vienen de muchos rumbos, que son familiares. Entre los muchos miles que tapizaron ayer la plancha de la segunda plaza de armas más grande del mundo, efectivamente encontré a alguien: iba con un grupo de amigos, y en determinado momento, justo cuando se iba, se dio la vuelta y me reconoció. Ella no lo sabe, pero la había visto una hora antes, y la había perdido de vista y me había resignado a no verla de nuevo; y por el concurso de las circunstancias, después de que mis amigos decidieran irse (hartos de la humareda de marihuana), me paré detrás de ella, en lo que a ella y a mí nos pudo parecer un accidente. No la busqué, es cierto, pero sigo sin creer en la casualidad.
La conocí hace unos doce años, en un áshram; en ese centro conocí a mucha gente, y a la fecha muchos me reconocen, aún cuando desde hace siete años no pongo pie por ahí. La comunidad de jóvenes (v.g. entre trece y 24 años) me conocía bien porque yo era el encargado de la cafetería y a cada reunión yo contaba mi experiencia de meditación, con irreverencia y sarcasmo, cosa que no era usual en ese entorno solemne y pacato. Terminada una de esas reuniones, nos quedamos viendo, con una sonrisa amplia, y tímidamente me acerqué (ya nada podía hacer para evadirla): "Me dan mucha risa tus comentarios", y en adelante platicamos unas cuatro horas, a pesar de que los dos teníamos cosas que hacer.
Me enamoré perdidamente de ella, o eso me decía: la infatuación conserva una importante distancia del enamoramiento y otra tanta del amor en sí mismo. Salimos en un par de ocasiones, la llevé al teatro y le contaba del libro que estaba leyendo (en tercero de secundaria, Carmen Carrillo -crucial en mi formación literaria y mi maestra de Español- nos dio la opción de leer Cien años de soledad o La ciudad y los perros; por algo lo levanté de nuevo el mes pasado). Un día me decidí a confesarle que estaba "enamorado" de ella: se lo susurré al oído (me faltó la voz), temblando, con las manos entumidas, incapaz de comprender su reacción, que fue un paso atrás, abochornarse, y darme las gracias con la mirada baja.
Uno o dos meses después, en una tarde de hastío, escribí el primer borrador de un cuento que trabajé obsesivamente; uno de los personajes era ella. Le di el cuento a Carmen, quien tuvo la deferencia de dudar de mí y preguntarme quién lo había escrito, lo que demostraba que era razonablemente bueno. Dicho con toda propiedad, ellas dos son las principales razones por las que esto comenzó. Y no les he agradecido con el debido rigor.
Hacía siete años que no la veía, y en cuanto la reconocí, me asaltó la sorpresa y sentí un golpe en la cara y la espalda fría. Eso tampoco lo sabe. Fue un gusto encontrarla y ver que es tan linda como la recuerdo; sólo para no variar con respecto a mi incapacidad social, poco pude decir y preguntar, salvo los rigurosos "¿Cómo estás?" y "¿Qué has hecho?".
Quiero creer, arrogante como soy, que ninguno de los dos sabía qué hacer con el otro: yo miraba al frente mientras caminábamos al metro, ocasionalmente intervenía en la conversación de sus amigos y hacía comentarios sobre lo maravilloso que es el Centro; y sentía su mirada (presumo de curiosidad) que saltaba de mí a otra cosa cuando la miraba de vuelta.
He de decir que en otro tiempo, si la hubiera encontrado, muy probablemente sentiría la tentación de intentar una relación con ella; pero no: lo único que se agitó fue un recuerdo, y no queda sentimiento (porque no lo hubo, si somos honestos y miramos la cosa con objetividad). Ello no implica que no me gustaría tenerla por amiga y aprender algo.
El mundo se reacomoda, y yo sigo sin entender cómo.
A pesar de que pudo ser mi concierto favorito de esta edición del Festival, lamento decir que no: hubiera sido mucho más divertido de haber estado más cerca del escenario para escuchar mejor. Siendo francos, el audio fue pobre. Al margen de eso, y muy probablemente porque esperaba una versión exponencial, algo me resulta de mayor relevancia que el concierto.
Debido a mis rasgos paranoides y -en palabras de Lemuel- a una memoria feliz, salgo con la predisposición de encontrarme con alguien: en bares, fiestas y eventos de vario color, suelo reconocer rostros que vienen de muchos rumbos, que son familiares. Entre los muchos miles que tapizaron ayer la plancha de la segunda plaza de armas más grande del mundo, efectivamente encontré a alguien: iba con un grupo de amigos, y en determinado momento, justo cuando se iba, se dio la vuelta y me reconoció. Ella no lo sabe, pero la había visto una hora antes, y la había perdido de vista y me había resignado a no verla de nuevo; y por el concurso de las circunstancias, después de que mis amigos decidieran irse (hartos de la humareda de marihuana), me paré detrás de ella, en lo que a ella y a mí nos pudo parecer un accidente. No la busqué, es cierto, pero sigo sin creer en la casualidad.
La conocí hace unos doce años, en un áshram; en ese centro conocí a mucha gente, y a la fecha muchos me reconocen, aún cuando desde hace siete años no pongo pie por ahí. La comunidad de jóvenes (v.g. entre trece y 24 años) me conocía bien porque yo era el encargado de la cafetería y a cada reunión yo contaba mi experiencia de meditación, con irreverencia y sarcasmo, cosa que no era usual en ese entorno solemne y pacato. Terminada una de esas reuniones, nos quedamos viendo, con una sonrisa amplia, y tímidamente me acerqué (ya nada podía hacer para evadirla): "Me dan mucha risa tus comentarios", y en adelante platicamos unas cuatro horas, a pesar de que los dos teníamos cosas que hacer.
Me enamoré perdidamente de ella, o eso me decía: la infatuación conserva una importante distancia del enamoramiento y otra tanta del amor en sí mismo. Salimos en un par de ocasiones, la llevé al teatro y le contaba del libro que estaba leyendo (en tercero de secundaria, Carmen Carrillo -crucial en mi formación literaria y mi maestra de Español- nos dio la opción de leer Cien años de soledad o La ciudad y los perros; por algo lo levanté de nuevo el mes pasado). Un día me decidí a confesarle que estaba "enamorado" de ella: se lo susurré al oído (me faltó la voz), temblando, con las manos entumidas, incapaz de comprender su reacción, que fue un paso atrás, abochornarse, y darme las gracias con la mirada baja.
Uno o dos meses después, en una tarde de hastío, escribí el primer borrador de un cuento que trabajé obsesivamente; uno de los personajes era ella. Le di el cuento a Carmen, quien tuvo la deferencia de dudar de mí y preguntarme quién lo había escrito, lo que demostraba que era razonablemente bueno. Dicho con toda propiedad, ellas dos son las principales razones por las que esto comenzó. Y no les he agradecido con el debido rigor.
Hacía siete años que no la veía, y en cuanto la reconocí, me asaltó la sorpresa y sentí un golpe en la cara y la espalda fría. Eso tampoco lo sabe. Fue un gusto encontrarla y ver que es tan linda como la recuerdo; sólo para no variar con respecto a mi incapacidad social, poco pude decir y preguntar, salvo los rigurosos "¿Cómo estás?" y "¿Qué has hecho?".
Quiero creer, arrogante como soy, que ninguno de los dos sabía qué hacer con el otro: yo miraba al frente mientras caminábamos al metro, ocasionalmente intervenía en la conversación de sus amigos y hacía comentarios sobre lo maravilloso que es el Centro; y sentía su mirada (presumo de curiosidad) que saltaba de mí a otra cosa cuando la miraba de vuelta.
He de decir que en otro tiempo, si la hubiera encontrado, muy probablemente sentiría la tentación de intentar una relación con ella; pero no: lo único que se agitó fue un recuerdo, y no queda sentimiento (porque no lo hubo, si somos honestos y miramos la cosa con objetividad). Ello no implica que no me gustaría tenerla por amiga y aprender algo.
El mundo se reacomoda, y yo sigo sin entender cómo.
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