jueves, 19 de marzo de 2009

La esperanza y el iris

La espontaneidad se practica.
-Franz Klein

El Teatro de la Ciudad ayer no supo a mojito ni a matzá: fue algo como ajenjo con láudano, un cubito de azúcar quemada, una medida de THC destilado y el vino de Borgoña más duro que se encuentren. Esos cuatro señores __________ [rellene con la expresión eufórica que le venga a la cabeza, porque a mí se me vienen un par de decenas y no sé ponerles orden].
Para mi mala fortuna, no alcancé boletos baratitos, a cincuenta metros del escenario, y me vi forzado a tomar un lugar en platea; me quedé en tercera fila, en el costado izquierdo del Teatro. Qué maldita suerte la mía...
Sin siquiera decir agua va, Han Bennink empezó a tocar la batería; Marc Ribot ni siquiera se había sentado ni conectado la guitarra, y Greg Cohen apenas estaba levantando el contrabajo del piso. Y sin decir agua va, empezó a tocar la tarola con el tacón del zapato y a golpear los platillos con una toalla. De verdad, ese señor toca lo que sea, y sentado en el escenario, golpeó la duela, las suelas de sus zapatos, el atril de un micrófono, se metía las baquetas a la boca, y remató acostado, en lo que cualquiera pensaría que es un estertor harto doloroso. Alguien me dijo que un buen baterista se reconoce porque siempre está haciendo algo: Bennink es el hipercubo de eso.
Ribot, el que le seguía de atascado, me dio el momento de más felicidad: después de un largo pasaje de texturas sonoras, empezó a rasgar las cuerdas en los puentes, ahí donde nunca han visto a un guitarrista hacer un solo porque simplemente no es espacio convencional de ejecución. Sin escalas, pensé en una caja de música y en una canción de cuna. Justo después se desquició y eso se volvió un delirio.
La persona de Ray Anderson me pareció extraordinaria: durante todo el concierto pareció encantado y sorprendido de lo que hacían los demás y a cada instante miraba a Greg Cohen con una sonrisa, como diciendo "en la madre, ya perdimos a este tío; y qué bueno: es la onda". Sus solos sonaban a veces como blues, a veces con una melancolía súper linda, a veces con una risa (se veía que estaba echando chistes que nomás él entendía), a veces como una ola, a veces como jazz "convencional" (si alguna vez ha existido eso), y rara vez como algo que pueda reconocerse o asociarse con otra cosa.
Pero Greg Cohen... Ayer decidí que quiero aprender a tocar el contrabajo, y esta vez no es como cuando digo que quiero amigos como James Turrell o que un día de éstos voy a escribir mi Ciudad y los perros (toda proporción guardada) o que ya pronto voy a empezar a nadar. En el programa de mano lo calificaban del "guardaespaldas perfecto", y ya antes lo habían considerado el cuerdo que le ponía orden a Masada cuando John Zorn perdía el suelo: Cohen es un ejemplo glorioso del uso e importancia de los límites de que hablaba Calvino. No hace nada extraordinario con el contrabajo, salvo tocar dentro de todos sus registros con una sencillez (jamás exenta de virtuosismo) sorprendente, coadyuvando a los otros y marcando el ritmo, esperando paciente el momento en que él debía llevar.
Y ahí fue donde, otra vez, la gente jodió la cosa: justo cuando el solo brincaba a Cohen, algún necio gritaba y aplaudía y el Teatro entero aplaudía, y Cohen se detenía y se le veía un cierto disgusto por la interrupción; en consecuencia, lo pararon tres veces y no abundaron sus solos. Supongo que a ése que gritaba nunca se le pasó por la cabeza que la improvisación exige un oído finísimo y una concentración feroz. Bennink calló a la gente en un solo.
Quiero creer que se llevaron una gran impresión de su público, pues los cuatro se mostraban contentos y se vieron forzados a regresar el escenario dos veces: a su segunda salida, la gente no paró de aplaudir durante cinco minutos, los últimos dos acompasados los aplausos. Me gusta pensar que ninguno (Han Bennink tiene más de cuarenta años de carrera) ha tenido un público tan feroz como nosotros; me encanta mi arrogancia.
En definitiva no podía llegar a mi casa, así que tuve que ir por una cerveza: simplemente no podía brincar de ese estrépito a la comodidad de mi cama y los ronroneos de mis gatos. Hubiera preferido una borrachera de ésas que son mala idea entre semana, pero no hubo quién me reclutara en su fiesta.

3 comentarios:

Palomilla Apocatastásica dijo...

Lamentable pero cierto, cuando algo pasa que no te cabe en el cuerpo, que tus sentidos están demasiado emocionados, cuando el mundo parece tornarse en algo mejor, carajo que no encuentras ni un alma con quien compartirlo, menos un número telefónico al cual marcar en medio de tanta algarabía interior.
¡Carajo!

Palomilla Apocatastásica dijo...

Más de seis mil millones de seres humanos en este planetita y aún así estamos completamente solos.
Shiale

Julián Iriarte (bueno, ya: Oliver) dijo...

Pos sí intenté la llamada, pero no me contestó... De donde se colige que tengo que ampliar o modificar mi directorio telefónico.
Por eso insisto en que las cosas importantes no son para hacerse solo. Algo mencioné en este post, pero la cosa va a lo particular: de tener un departamento de RRPP, hubiera sido facilísimo pegarme a alguno de los ¿1500? espectadores de ayer y terminar en una fiesta.