jueves, 24 de julio de 2008

Un juguete atípico

Aparentemente, no sé yo por qué, el universo confabula a fin de hacerme cada vez más autorreferencial. ¿O será acaso que todo es un sistema de reiteraciones y concatenaciones? En verdad, hoy tenía planeado escribir de muy otra cosa, pero en un chasquido de dedos eso pasó a segundo plano.
Como siempre, me veo en la obligación de dar un breve [sic] contexto. Si a algún lector tal cosa le molesta, lamento decir que no hay rabieta (salvo la mía) que me haga cambiar de modus scribendi.
Ésta es mi tercera y última semana de vacaciones, lo cual es perfectamente absurdo pues las dos primeras vine todos los días a esta sagrada oficina. Sin embargo, el fin de semana decidí que ya era más que pertinente poner en pausa el trabajo y dedicarme algunos días a pasar largas horas tirado en la cama rascando barrigas de gato. Y así había sido hasta el día de hoy, en que mis editoras me conminaron a corregir un paquete de artículos.
En cuanto desperté, me llamó la atención que Timoteo no estuviera cerca; desde que son niños, los dos duermen encima de mí (error: nunca permitan que duerman ni una sola vez en su cama o se sentencian a una vida entera de gatos acurrucados justo donde ustedes duermen, porque por motivo ninguno se van a los pies de la cama o el lado que ustedes no acostumbran: otra vez, el imperio de mi casa lo tienen ellos) y todos los días amanezco con un gato en el cuello o en los pies o entre los pies o maullando porque tiene hambre o ronroneando como camión a cinco centímetros de mi cara.
Mi primer acto, todos los días, es servirles las croquetas; y como ya se saben la rutina, me persiguen (o más bien, casi me llevan de la mano) hasta los platos. Pero hoy no. ¿Y dónde corchos está Timoteo? Suceda lo que suceda, es el primero en hundir la cara en las croquetas y con sólo oír que abro la caja ya está ahí conmigo.
Tengo que admitir que estaba preocupado y maquinalmente revisé todos los lugares donde podía haberse escondido; después de todo, a mis hijos les encanta salirse del departamento a la primera oportunidad y muy temprano por la mañana la puerta estuvo abierta. El único lugar que no podía revisar era el balcón: desde que tengo nuevo roomie (un francés desfachatado, pero abismalmente más agradable que el último con el que tuve que compartir casa), ese balcón ha pasado a su propiedad y sería de pésimo gusto meterme a su cuarto para husmear con la excusa de que no encuentro a mi gato en mi departamento de tres habitaciones, más cocina y baño.
El caso es que sí estaba afuera, asoleándose. Y también eso me preocupa (qué quieren, soy un padre sobreprotector): justo frente al balcón están las ramas de una soberbia jacaranda, donde por supuesto anidan chorros y chorros de pájaros; a cuatro pisos de altura y con la constante tentación de pajaritos piando, siempre tengo la impresión de que alguno de los dos va a tener la ocurrencia de brincar.
Ya calmado al saber el paradero de mi hijo, preparé café y me senté a dibujar. De pronto me llamó la atención un movimiento brusco de Fuchi: se agazapó y despacito se acercó al filo de la cama. Supuse que le iba a brincar encima al Timoteo y como todo dueño de gatos les puse el ojo y empecé a reírme para mis adentros. Cuando por fin le presto atención al gato, noto que carga algo en el hocico; suelen jugar con bolsas para la basura, tienen seis pelotas de diferentes tamaños, una vez cada cuanto asaltan el bote de la basura y sacan huesos de pollo, las bolitas de papel los entretienen varias horas y las envolturas de celofán son sus preferidas. ¿Qué trae este cabrón?
Epifanía: por fin pescó un pájaro. Pinche gato... Con cuidadito lo pesco a él del cuello y le saco el gorrión. Yo sabía que aquel otro gorrión no se la iba a pasar bien con mis gatos, y esto me lo comprobó (aunque evidentemente no lo necesitaba, pero me encantan las perogrulladas). Está mugroso y mojadito, algo desplumado, bastante agitado. No sé cuántas sean las pulsaciones por minuto de un gorrión, pero seguro tenía taquicardia. Después de una brevísima revisión, mi conclusión clínica [sic] fue que Timoteo nomás lo pescó, pues no tenía marcas de dientes ni manchas de sangre, aunque probablemente le rompió un dedo (o quizá ya estaba bien roto) porque se le veía chueco.
Salgo al balcón (con tu permiso, francés, pero la puerta está abierta y no tengo más opción que cruzar tu cuarto... espero que no te moleste), y el bicho no se mueve. El francés me mira, luego al gorrión, luego a Timoteo, y pone cara de susto. No, no está muerto: deja ver si quiere volar. Abro la mano, el gorrión hace como que reacciona, me mandan otra vez a la mierda y vuela tan pronto como puede. Quizá mi diagnóstico clínico no fue tan acertado, porque más bien caía con gracia como Buzz Lightyear y con alguna dificultad llegó al primer árbol que se le cruzó, que por cierto no fue la jacaranda. ¿Pero qué hacer si uno de veterinaria no sabe más que es indispensable llevar a los gatos a que los vacunen?
Por supuesto, Timoteo me acompañó todo el tiempo, indudablemente para asegurarse del correcto trato hacia el pajarillo, su salud y vuelta a casa...
Y otra vez (esto es uno de los albures más básicos... ni modo) tengo un pájaro en la mano, otra vez se me olvida el mundo por un instante, otra vez un bicho que más parece plaga (sí, me lavé las manos inmediatamente después) hizo un momento, otra vez sucede que las cosas pequeñas son las importantes. Sí, son gorriones diferentes, pero ¿quién corchos dice que la experiencia no es en esencia la misma?

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