El viernes, después de ladrar no sé cuántas horas en la oficina, con los ojos hinchados de leer en la computadora no sé cuántas horas las novelas de Caza de Letras (ya haré un comentario en las horas que siguen, pero allá) y por la maldita gripa que todavía no me quito de encima, caminé tan tranquilo como pude a la casa.
En mi camino me crucé con una muchachita morena, de ojos grandes, delgada casi ñanga y algo desgarbada, por harto coqueta. Me detuve un instante, con la absoluta sensación de que ya antes la había visto, o quizá quise creerlo así sólo para darme una excusa para detenerme un instante y coquetearle de vuelta. Cruzamos un par de palabras, y debo admitirlo: no pude contenerme y le rasqué el cuello, justo debajo de la oreja. Y no opuso resistencia.
Pasado ese momento de indecente coquetería a mitad de la calle, pasadas las caricias y las conversaciones, me disculpé y anuncié mi retirada, aduciendo el cansancio. Pero le pareció sencillo seguirme, caminar junto a mí, acercarse otro poquito si me detenía.
Y qué difícil fue decirle que no la podía llevar conmigo: ya tengo dos gatos en casa, que además cuidan que nadie intente siquiera usurpar la corona de su imperio; llevar una tercera, en resumen, era pésima idea. Y la gata se quedó sentadita en la banqueta, para después meterse entre los arbustos.
Carajo: un maullido y casi caigo herido.
En mi camino me crucé con una muchachita morena, de ojos grandes, delgada casi ñanga y algo desgarbada, por harto coqueta. Me detuve un instante, con la absoluta sensación de que ya antes la había visto, o quizá quise creerlo así sólo para darme una excusa para detenerme un instante y coquetearle de vuelta. Cruzamos un par de palabras, y debo admitirlo: no pude contenerme y le rasqué el cuello, justo debajo de la oreja. Y no opuso resistencia.
Pasado ese momento de indecente coquetería a mitad de la calle, pasadas las caricias y las conversaciones, me disculpé y anuncié mi retirada, aduciendo el cansancio. Pero le pareció sencillo seguirme, caminar junto a mí, acercarse otro poquito si me detenía.
Y qué difícil fue decirle que no la podía llevar conmigo: ya tengo dos gatos en casa, que además cuidan que nadie intente siquiera usurpar la corona de su imperio; llevar una tercera, en resumen, era pésima idea. Y la gata se quedó sentadita en la banqueta, para después meterse entre los arbustos.
Carajo: un maullido y casi caigo herido.
2 comentarios:
A huevo, comparto el gusto por Animal Collective.
¿Neta te pareces a Gandhi?
Saludetes.
Uff... El Animal Collective es brutalmente bueno.
Digamos que nomás me falta el bigote, andar en taparrabo por la ciudad y pregonar el valor de ahimsa.
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