La Casa Refugio Citlaltépetl celebró la noche de ayer sus primeros diez años de existencia. Con carteles alusivos a sus huéspedes o casos de escritores exiliados en México, el patio se veía mucho más colorido y alegre que en otras ocasiones: a pesar de que es casi la base de operaciones de artistos e intelectuales que consumen cantidades apabullantes de vino y cerveza, la población padece de un amargo cuadro de solemnidad que me estremece.
Es de notar que pocos de los asistentes eran menores de 35 años.
– Como que falta música, ¿no? –me dijo alguno con quien conversaba.
– Mira al quórum, ¿qué les pondrías de música de fondo?
– Algo de cuerdas...
– ¿Tú qué pondrías? –me preguntó la chica que lo acompañaba.
– A Ligeti, pero seguramente me sacarían a los primeros tres compases.
Prestando un poco más de atención, vi a unos pasos al Ing. Cuauhtémoc Cárdenas; reconocí a Jorge Volpi y Fabricio Mejía. Alguien me dijo que Eduardo Milán andaba por ahí. No me importó realmente, y no tengo motivos: la obra de todos ellos me es absolutamente desconocida y dudo que algún día mi curiosidad me arrastre a ella.
Sin embargo, ver a Juan Gelman sí me pareció relevante. Si por una parte su poesía es muy hermosa, su caso es ciertamente apropiado en el marco de las actividades de la Casa. Fue una sorpresa sin duda agradable.
Ya en el fuero de lo personal, después de una de esas semanas apabullantes, de verdad me hacían falta esas siete copas de vino. Casi al final de la noche, sentí alguna vergüenza: me descubrí a mí mismo hablando de política internacional y lingüística, con la copa sobre el libro y el canapé de ceviche en la mano. Es escalofriante sentirse intelectual de pronto.
Es de notar que pocos de los asistentes eran menores de 35 años.
– Como que falta música, ¿no? –me dijo alguno con quien conversaba.
– Mira al quórum, ¿qué les pondrías de música de fondo?
– Algo de cuerdas...
– ¿Tú qué pondrías? –me preguntó la chica que lo acompañaba.
– A Ligeti, pero seguramente me sacarían a los primeros tres compases.
Prestando un poco más de atención, vi a unos pasos al Ing. Cuauhtémoc Cárdenas; reconocí a Jorge Volpi y Fabricio Mejía. Alguien me dijo que Eduardo Milán andaba por ahí. No me importó realmente, y no tengo motivos: la obra de todos ellos me es absolutamente desconocida y dudo que algún día mi curiosidad me arrastre a ella.
Sin embargo, ver a Juan Gelman sí me pareció relevante. Si por una parte su poesía es muy hermosa, su caso es ciertamente apropiado en el marco de las actividades de la Casa. Fue una sorpresa sin duda agradable.
Ya en el fuero de lo personal, después de una de esas semanas apabullantes, de verdad me hacían falta esas siete copas de vino. Casi al final de la noche, sentí alguna vergüenza: me descubrí a mí mismo hablando de política internacional y lingüística, con la copa sobre el libro y el canapé de ceviche en la mano. Es escalofriante sentirse intelectual de pronto.
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