Ahora, con la cabeza un poco más fría, ya puedo escribir. El domingo fue uno de esos días en que cualquiera se pregunta: "¿Qué mierda pasó aquí?". Después de varios ejercicios de comprobación, hemos llegado a la conclusión de que nada de lo que hacemos es normal, como tampoco las cosas que nos suceden (algún día pasaré el anecdotario); pero este domingo rebasó kilométricamente el límite de la costumbre.
La fiesta del sábado terminó, en rigor, a las nueve de la mañana. Tenía que estar a la una en la Roma, así que no sobraba tiempo para dormir: no duermo. En mínimas condiciones, hago camino, para llegar cuarenta minutos tarde y -evidentemente- no encontrar a nadie en la oficina; ergo, no cargo conmigo los textos que tengo que revisar y entregar a más tardar en dos días: mañana no duermo, ni modo.
Hago camino de regreso a casa, con un refresco en la mano, a ver si revivo (no). Tomo Insurgentes y a veinte pasos de Puebla escucho un golpe seco; levanto la mirada: un taxi ya va rodando sobre dos ruedas y termina de lado, prácticamente con el toldo en la banqueta. Pienso para mis adentros: "I like to watch things die" (qué buena rola...), casi esbozo una sonrisa. A la mitad de Insurgentes, otro taxi avanza lentamente por Puebla, se detiene al otro lado de la avenida y con la misma lentitud se marcha. Cuando por fin puedo cruzar la calle, ya veinte personas han llegado a auxiliar al conductor y al pasajero, más pálido que las hojas de mi libro. "Mi presencia aquí sólo estorba, mejor seguir mi camino" y con alguna indolencia, ni siquiera miro la escena cuando paso.
Entro al Metro, espero, no mucho, afortunadamente. Entro al vagón, abro el libro, suena el timbre; un invidente (porque me prohibió referirme a él como 'ciego') en el andén empieza a pedir ayuda para salir de la estación, casi a gritos. Nadie se mueve, nadie cerca. "Ya, ya: hace rato no hice nada"; estúpida conciencia, ¿por qué te escucho? Salgo del vagón casi de un salto, le tomo del brazo, lo llevo hacia la salida.
- ¿Cómo te llamas? ¿Y cómo es Oliver?
Dicho con más elegancia, por supuesto: ñango y a rapa.
- ¿Te puedo hacer una pregunta? [en un susurro] ¿De qué cabeza?
[...] [!!!] Pregunta jocosa, seguro, para hacer plática: ¿por qué habría de desconfiar con ojos ciegos (los míos)? De pronto me doy cuenta de que él me guía y no al contrario: me arrastra fuera del Metro, empieza a caminar por la Glorieta de Insurgentes. Como ganado, camino.
- La superior.
- ¿Cuántos años tienes? ¿A qué te dedicas? ¿Te masturbas?
Este tío está más cocido de lo que pensé.
- Como cualquiera, como todos.
- ¿Y cómo? ¿Compartes la cama? ¿Te gusta que te la chupen?
Creo que en algún momento le oí decir que era orientador sexual: "Estará en su papel de orientador, seguro". Pero, ¿por qué resopla cuando respondo?
- Pregunta espinosa: homosexualidad, ¿a favor o en contra?
- No participo: tengo amigos gays y los respeto.
- Ah, qué bueno, blah. ¿Cómo vienes vestido?
- Pantalón de lino y camiseta [no menciono colores, ¿para qué, si no puede verlos?].
- Lino, ¿puedo tocarlo?
Estúpido, levanto una rodilla; pero no se toma la molestia de hacer escala en mi rodilla, o quizá sí, pero la hace en mi cadera y sigue...
- Eh, quieto, quita la mano [y en ese instante debí romperle un dedo o arrancarle el bastón y dejarlo a la buena de dios; pero no, soy un imbécil de blando corazón].
- ¿Ya se paró?
En definitiva, este tío está más allá. Descubro -muy tarde- que usa su discapacidad sensorial no sólo para conocer gente, sino para ligar. Y quizá estaba en su derecho a pensar que podía abordarme: después de todo, la Zona Rosa está a tres cuadras y la Glorieta es dominada por dos especies: los neo-punks (onceava plaga del Egipto) y los gays.
Pero vuelvo: soy un imbécil y sigo caminando del brazo de este especimen límite de la agresión al espacio personal; llegamos a Reforma, caminamos en dirección al Centro.
- Cuando lleguemos al Eje Central, me avisas.
- Oye, no: tengo que regresar a casa a trabajar y es bastante.
- Llévame contigo -dice en tono de niño berrinchudo-. ¿Tomas café? Te invito un café. Por aquí hay un café gay.
- No, gracias: no tomo café [debí haber mentido más].
Lo convenzo de regresar al Metro, después de explicarle que tengo trabajo y me salí del vagón sólo para mostrarle la salida, pero por motivo ninguno tenía pensado sacarlo a pasear.
- ¿Cuánto me cobrarías por tres horas [¡Santa madre! ¡Empiezan las propuestas indecorosas!] de caminata? [Uff...] Me gusta trotar.
Me excuso diciendo que trabajo más los fines de semana que en mi oficina, y que no practico ningún deporte (debí haber dicho más la verdad).
Me abraza, me besa, evidentemente quiere sacarme un beso, me asquea su saliva en mis cachetes y mi cuello: los besos me importan un bledo, pero la saliva...
Regresamos al Metro: sólo quería pasear por la Zona Rosa; joder, ahora con más razón debí romperle un dedo. En el andén se reanudan sus preguntas incómodas.
- Ya, así, fantaseando: si te estuvieras masturbando, ¿dónde me los regalabas?
- No entiendo la pregunta [y de verdad, no la entiendo].
- ¿Dónde me darías tu semen?
[!!!] Cha... Tengo que admitir que me arrancó el aliento.
- Será tu fantasía, porque yo sólo fantaseo con chicas.
- Es que a veces uno se encuentra con personas que tienen tanto deseo y que quieren explorar.
- Pues mi deseo será enorme, pero sé lo que quiero y adónde voy y no tengo necesidad de explorar. La etapa de la duda ya la pasé y ya me formé una identidad bien clara.
Reflexiono un instante esa última aseveración, y es cierta, en todos los aspectos, o al menos todos los que alcanzo a ver. No tengo dinero, pero jamás he dudado de la carrera que elegí, además de que no aspiro a amasar una fortuna; he despreciado a mujeres por la sola razón de que no me interesan, a pesar de que son voluntariosas; me he castigado con un silencio terrible por haber perdido a otras; soy atrozmente riguroso, en especial en contra mía; me río de mí, del taxista que terminó llantas arriba en Insurgentes, de los "investigadores" que envían sus artículos a mi trabajo para que se publiquen en una revista académica, de la gente seria, de los pretendientes de mis amigas, de los caprichos de mis amigas, de las "editoras" de mi otro trabajo que permiten crímenes como "Nueva Zelandia [sic]" en una revista. Sí, sé lo que quiero, lo que me pesa, lo que me da miedo y lo que me duele.
Dejo por fin a este tío en un mercado, comiendo mariscos, después de rechazarle la invitación a comer (que no hubiera sido mala idea sentarme: ya hacía hambre); hago camino a casa, perturbado ante la experiencia.
Y a pesar de todo, he de agradecerle al tío: ahora me es más que evidente que no hay condición a la cual no se le pueda sacar un extraordinario provecho, no hay felicidad más poderosa que la aceptación cabal de uno mismo.